Ante el futuro

Las palabras de Benedicto XVI anunciando su renuncia son breves y concisas: «Examinada una y otra vez mi conciencia ante el Señor, veo que no tengo las fuerzas necesarias para ejercer el ministerio petrino». Teológicamente todo está claro y canónicamente todo previsto. El Canon 332, 2º dice: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no se requiere que sea aceptada por nadie». Estos sencillos enunciados significan un salto hacia delante en la historia.

Hoy la Iglesia mira al presente y al porvenir con un legado normativo, al que no puede renunciar. Tras él no hay retorno. Esto significa en primer lugar que, más allá de teorías, teologías y situaciones locales, el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II se deben convertir en su criterio y directriz. En los cincuenta años transcurridos ha habido una recepción alterada, hecha más a la luz de los medios de comunicación —por necesidad son simplificadores— y no a la luz de sus textos. Ahora debe comenzar una serena recepción espiritual, teológica y pastoral.

La Iglesia tiene una lúcida conciencia de su responsabilidad ante Dios y de su servicio a los hombres en triple línea: 1. La proposición de su mensaje específico sobre el Dios encarnado en Jesucristo para la salvación del hombre. 2. La colaboración con la sociedad en la solución de los grandes problemas comunes a toda la Humanidad. 3. La anticipación como promesa de una vida eterna. La santidad de sus sacramentos y de sus santos es la primera aportación de la Iglesia; la segunda es la solidaridad con todos los humanos; y la tercera, el testimonio de la dimensión trascendente del hombre, que no se agota en el tiempo porque es pasión de Dios y necesidad de vida eterna.

¿Cuáles son algunos de esos problemas éticos de la Humanidad? Nos referimos solo a los espirituales y morales, a los únicos que puede enfocarse específicamente la Iglesia: la desproporción entre poder técnico-económico y el crecimiento o responsabilidad moral; el contraste entre las naciones ricas y pobres que mantiene en la marginación, el hambre y la tristeza a inmensas masas humanas; el contraste entre las fuentes naturales de riqueza que tienen los países pobres y el precio que tienen que pagar a los países ricos con la consiguiente injusticia resultante; el silencio del pensamiento sobre las angustias y los dramas psicológicos que acosan a una Humanidad occidental encerrada en sí misma, sostenida por los fármacos, débil ante los acosos exteriores de la enfermedad, el fracaso y la guerra.

Alos problemas éticos se unen los religiosos: la pérdida del sentido de la trascendencia; el olvido o negación de Dios, la represión de la culpa; el cierre de todo horizonte que no sea el logro inmediato; la anulación de la diferencia entre el bien y el mal; el rechazo de una razón abierta a la totalidad y ultimidad. La razón se ha concentrado en sus capacidades instrumentales, elevando esta ejercitación a medida de los demás usos razonables. ¿Dónde quedan la razón dianoética o intelectiva de la que hablaban los griegos, la razón rememorativa de la injusticia y anamnética de los muertos, mantenida siempre en alto por la Biblia y el judaísmo; la razón ética de Kant crítica de los ídolos de este mundo; la razón escatológica que trasciende el tiempo y la apariencia? Desde Feuerbach, Marx, Freud, Nietzsche y Heidegger está viviendo Occidente grandes conquistas en un sentido, pero a la vez la anulación de la dimensión suprasensible y trascendente al mundo de los hechos. Hemos arrancado las raíces de nuestro origen. Eso es el nihilismo, que acaba con el ser y el sentido, el fundamento y Dios. O a la inversa, una vez que acaba con Dios acaba con todo eso. Una Humanidad ciega y sorda no es capaz de percibir el evangelio como buena nueva: por eso la Iglesia tiene que dialogar con ella cuando oye y ve; mas cuando no ve ni oye tiene que recrearla con el evangelio para hacerla sujeto verdadero de humanidad.

Le quedan a la Iglesia sus problemas de siempre y sus tareas específicas. La primera es ser una Iglesia religiosa, moral e intelectualmente habitable. Eso requiere de ella una humildad y fortaleza absolutas. Humildad, porque ¿cómo anunciar el sermón de la montaña cuando excede sus fuerzas y en parte lo niega en la vida? Sin embargo, esa es su grandeza: seguir proclamando la buena nueva de un Dios amigo de los hombres, que ha asumido nuestra naturaleza y destino para iluminarlos y sanarlos desde dentro. Tiene que superar el legado envenenado del pensamiento del siglo XIX cuando afirmó que Dios es el antagonista del hombre y que tiene que desaparecer para que éste sea libre, señor del mundo, y superior al bien y al mal. Tal Dios es la perversión del Dios de Jesucristo, de sus profetas, de sus santos. Solo en ese Dios se puede creer: su traducción humana en el mensaje, muerte y resurrección de Jesucristo dignifica definitivamente nuestro destino alumbrando nuestro futuro. Tareas de proclamación del evangelio; tareas de reforma institucional permanente, tareas de Buen Samaritano; tareas de reconstrucción de columnas caídas y altares derruidos en su propio templo interior.

La Iglesia ha tenido hasta hoy tres implantaciones: la implantación rural de la iglesia-edificio en el centro del pueblo y de la iglesia-instancia de fe en las conciencias; de ella surgieron todo el imaginario cristiano y los modos de convivencia. Luego comenzó a pasar a una implantación industrial y hoy tiene que pasar a la informático-virtual. Con la velocidad del tiempo y de las palabras, ¿será capaz de realizar estos desplazamientos exteriores e interiores sin quedar dislocada y trastornada?

Junto a estos problemas éticos, religiosos y eclesiales, están los nuevos lugares y destinatarios de su misión : nuevos continentes (China…), nuevas culturas (la de la pura técnica prevalente en Occidente y la de la inmanencia mundana a la vez que industrial e informática, budismo…); las nuevas religiones (la divinización de la Tierra por la ecología creando una especie de religión cósmica; las visiones narcisistas de un misticismo travestido de sanación psicológica, los fundamentalismos generadores de violencia…).

La historia nunca se repite, pero el hombre siempre es el mismo; los Papas pasan y la Iglesia queda. En ella es norma la afirmación de San Pablo: «Dejando atrás lo pasado, tiendo a lo que me espera… No me importa la vida con tal de cumplir con el mandato del Señor: ser testigo de su buena nueva hasta los confines del orbe».

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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