Ante Juan Pablo II

Por Olegario González de Cardedal (ABC, 02/05/03):

Si todos los tiempos están a la misma distancia de Dios y Dios ofrece a cada generación la medida necesitada de gracia, sin embargo cada generación tiene sus peculiares necesidades y tentaciones. Descubrirlas no es fácil y responderlas adecuadamente es difícil. Pasadas las peculiares circunstancias de nuestra historia hispánica y agotadas las urgencias del posconcilio, posfranquismo, pos-transición y, pos-socialismo, ahora está la Iglesia, en gozosa convivencia y serena diferencia respecto a la sociedad civil, ante las tareas esenciales, simples y sagradas, de su misión. No pocas veces los árboles no nos han dejado ver el bosque y el ruido de los grandes ríos de la historia nos han hecho olvidar las aguas de Siloé que discurren en silencio.

Las circunstancias son sagradas. Ortega y Gasset concluía su frase clásica con una segunda parte casi nunca citada: «Yo soy yo y mi circunstancia: y si no la salvo a ella no me salvo a mí mismo». Lo eterno existe sólo en lo temporal y Dios ya sólo es real como encarnado. Por ello la Iglesia mira con amor al tiempo, pero en una mirada de ida y vuelta; desde su centro, que es Cristo, al mundo y desde el centro del mundo a su propio corazón. ¿Cuáles son las primeras necesidades de la Iglesia en España? ¿Qué primacías deberían guiar su acción? ¿Qué le dirá Juan Pablo II?

La Iglesia está como siempre ante dos imperativos sagrados que la mantienen en una tensión insuperable. Por un lado está religada a la memoria viva, la asimilación teórica y la respuesta histórica a la revelación de Dios en Cristo, que es origen y cimiento de su existencia. Por otro lado está religada y obligada a la comunicación generosa de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres y que les llega por su predicación, la celebración sacramental, el testimonio vivido y la colaboración generosa de cada uno de sus miembros. El cultivo de la identidad y el ejercicio de la misión son igualmente sagrados.

Cuando la fidelidad al origen y la preocupación por la identidad son desproporcionadas o se tornan obsesivas, la Iglesia se convierte en secta y sucumbe al fundamentalismo. Cuando la preocupación por su relevancia para la sociedad y su colaboración con las causas comunes de la humanidad es llevada al límite, en el que se olvidan los propios hontanares y recursos, entonces la Iglesia está en el borde de la disolución y finalmente de la insignificancia. Estos dos imperativos son normativos para todos, pero cada hombre o mujer en la Iglesia, cada grupo o minoría, se sentirá especialmente llamado a vivir una u otra de estas acentuaciones. Para ella ha recibido especial gracia de Dios, siente especial gozo en realizarla y logra especiales frutos. Diferenciar medios y conjugar fines se convierte entonces en primera responsabilidad.

Sagrado es para unos y otros grupos el quehacer supremo de la vida cristiana: el descubrimiento y consentimiento a Dios, la relación viva con él, la fe real. La Iglesia es ante todo la «casa de Dios». Hogar vivo (religiosa, moral e intelectualmente habitable) antes que edificio de piedras. Patria donde la identidad de Dios se revela al hombre como vida, potencia, santidad, novedad absoluta, fascinación irresistible. El primer imperativo de cada miembro de la Iglesia es ser creyente, vivir de su raíz que es la relación con Dios. Quien encuentra a Dios en su vida, es como el beduino que descubre un oasis con fuente y sombra en el desierto. El evangelio lo llama una perla y un tesoro. Dios ya se ha religado absolutamente al hombre por su encarnación en Jesucristo. Reconocer a Dios, transparentarle, revivirle desde Cristo y como él, es la primera tarea del cristiano. Descubrir al Dios vivo y verdadero, en Jesucristo y como Jesucristo, es la primera necesidad de la Iglesia. Darle por sabido, dejarlo atrás, confundirlo con los ídolos o cada uno consigo mismo, es la suprema perversión.

La Iglesia no puede cumplir su misión si no refleja en sí misma la unidad de Dios y la unión que Cristo vivió con el Padre y que él quiso para sus discípulos. La Iglesia es una comunión de fe y de esperanza, de acción y de amor. Una Iglesia dividida no puede testimoniar la verdad de Cristo. En España no hay cisma alguno, pero, formalmente mantenida la unión frente a la jerarquía, sin embargo, entre grupos, corrientes y movimientos, se dan tales distancias que equivalen a reales rupturas de comunión y de colaboración. Se han elevado algunos absolutos, que se anteponen al evangelio y al testimonio apostólico. Uno tiene la impresión de que se repite la situación de la Iglesia en Corintio. «Este dice: «Yo soy de Pablo» y aquél «Yo soy de Apolo», «Yo soy de Pedro»». Cuando los métodos prevalecen sobre las metas, cuando la pertenencia al grupo menor cierra la posibilidad de colaborar en común con la Iglesia, cuando la afiliación a un partido político religa más fuertemente a dos católicos que su pertenencia común a la Iglesia, entonces algo hay corrompido en la Iglesia.

Los problemas para ella no vienen casi nunca de fuera sino de dentro: por olvidos mortales o mortales acciones, por internas rupturas o apoderamientos subcutáneos, por absolutizaciones de carismas o excesos de autoridad. Tarea sagrada de ella es llegar a ser realmente una comunidad fraternal llevada en propia mano por los seglares, como reales sujetos en plenitud de gracia, misión y vocación a la santidad; como los reales protagonistas de una interacción entre historia y fe. Eso supone una remodelación interior en los clérigos para compartir protagonismo, suscitar colaboración, acogerla y cualificarla. La Iglesia tiene que inventar formas de vida colectiva coherentes con su esencia y correspondientes a la conciencia histórica. El reto que tiene por delante no es tanto ser una democracia (eso significaría situarla en un orden de poder político, que no es el suyo) cuanto una real comunidad de fe orante, de misión evangelizadora y de colaboración con la sociedad (ése es el orden específico cristiano, desde el único que ella puede vivir y servir).

La cuarta urgencia en la Iglesia española es la surgencia de hombres y mujeres que sientan como un inmenso don de Dios, honor y gozo, el poder entregar su vida entera al servicio del evangelio. El problema de la Iglesia no es que haya menos curas y monjas, sino que haya menos creyentes a fondo, con voluntad incondicional para responder a Dios, para colaborar con él, para acoger su gracia y su promesa. Por otro lado, por dura que suene, hay que recordar para perenne humillación nuestra, la frase de Newman: «El problema no son los curas que no hay sino los que hay». Es verdadera si se la completa con la afirmación paulina: en la debilidad de los hombres se manifiesta la fuerza de Dios. Se cree en Dios, no en la Iglesia ni sólo por la virtud o cultura de la Iglesia, sino por Dios mismo, por su Hijo Jesucristo, por la luz y la gracia que a cada uno nos llegan de él. Y con ellas uno descubre la admirable sabiduría de la cruz de Cristo, de la pobreza de la Iglesia y, sobre todo, los propios pecados.

Péguy tenía razón: los hombres somos todos «unos pobres hombres», pero es a los que Dios ha amado y los ha constituido en puentes para que nos encontremos con Él. «Dios se ha puesto a sí mismo en una situación especialmente mala... porque ha entregado el evangelio a hombres para que ellos se lo presenten a los demás». Y si Dios se ha confiado no a las piedras de los monumentos ni a las letras de los textos sino a la conciencia de los hombres como sus apóstoles y testigos, ¿no confiaremos nosotros también en ellos? No merece crédito ni respeto quien para hablar bien de Dios, habla antes mal de los hombres.

Ante esta situación de la Iglesia me parece a mí que estas son las aportaciones que; desde su destino de heroicidad evangélica mantenida hasta el extremo, Juan Pablo II puede hacer a los españoles: ayudarnos a redescubrir el rostro del Dios vivo y verdadero, desde el cual podamos desenmascarar los ídolos a los que servimos y que nos esclavizan; ayudamos a realizar mejor la comunión eclesial, mostrando las reales absolutizaciones, marginaciones o disidencías internas de la iglesia; desplegar ante nuestros ojos la figura histórica de una Iglesia fraternal, responsabilizada por los seglares que la forman, capaces de inscribirla en la sociedad como real fermento de humanidad y de esperanza; suscitar con su ejemplo de libertad hecha don, de fidelidad hecha testimonio y de responsabilidad en servicio, el deseo de entregar la vida por el evangelio. Desde aquí logrará la Iglesia una presencia más fidedigna en la sociedad, porque el mejor servicio de civilización que ella ha llevado a cabo en la historia ha derivado de su mayor fidelidad al evangelio, viviendo la gozosa aventura que programan las Bienaventuranzas.

A esta bella tarea convoca Juan Pablo II a los españoles al declarar a cinco cristianos, con su máxima autoridad de padre y maestro en la fe, ejemplos de santidad, maestros de vida cristiana e intercesores ante Dios. Historia y nobleza obligan a los católicos a la luz de estas tres mujeres y dos hombres, propuestos como santos a toda la Iglesia universal y como admirables exponentes de humanidad misericorde, contemplativa y martirial, a todos los hombres.

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