Ante la Cumbre Iberoamericana

Se ha convertido en un cliché afirmar que el mundo se está transformando desde hace al menos una década, cuando Lehman Brothers quebró y la economía internacional cayó en la Gran Recesión. Más allá de la convulsión financiera y de sus réplicas en Europa y Latinoamérica, la revolución tecnológica, las migraciones o el repunte de las tensiones geopolíticas nos ubican ante un nuevo escenario, todavía por definir, en el que más que una sucesión de «cisnes negros» se producen cambios de fondo que nos obligan a asumir que el mundo ya no es lo que solía ser. Hace solo unos años nadie hubiese aceptado la posibilidad de un Brexit, del repliegue proteccionista en EE.UU. y de una Europa que pasa de una crisis, la del euro, a otra, la de la inmigración, quizá más difícil de gestionar.

Entre tanto, las iniciativas de integración en las Américas –Celac, OEA, Unasur, Mercosur– pasan por un momento difícil, debido a una combinación de crisis internas en algunos países, exceso de ideologización o un frágil tejido institucional. Hay también un giro sociocultural –en términos de rechazo al pluralismo y la diversidad– que se expresa en los nuevos actores políticos. Son fenómenos todos ellos que a los europeos también nos afectan y nos preocupan. Pero no deberíamos sumirnos en la resignación, en ese «momento María Antonieta» con el que Wolfgang Münchau describió la actitud de las élites de ambos lados del Atlántico. También habría sido difícil predecir la creciente desafección ciudadana que experimenta América Latina, que puede converger con el brote iliberal –de impronta excluyente y nacionalista– que atraviesa el planeta.

En la región también se aprecian síntomas de polarización ideológica y liderazgos populistas que amenazan la estabilidad de la región. Encuestas de 2017 mostraban que el 94 por ciento de los mexicanos, el 81 de los brasileños y el 72 de los peruanos pensaban que las reglas económicas están amañadas a favor de los ricos y los poderosos –en España era el 85 por ciento–, y a mediados de 2018, en vísperas del vuelco electoral vivido en Brasil y México, cerca del 90 por ciento de su población opinaba que su país iba en la dirección equivocada.

El Latinobarómetro de 2018 revela que existe un amplio «malestar en la democracia», no tanto hacia la democracia en sí, sino respecto a su desempeño: la proporción de personas insatisfechas con el funcionamiento de la democracia en América Latina pasó del 51 a 71 por ciento de 2009 a 2018, y las que se mostraban satisfechas, cayó del 44 al 24 por ciento, el nivel más bajo en más de dos décadas. Estas tendencias obedecen en parte a la frustración de unas nuevas clases medias emergentes, que se sienten súbitamente estancadas, pero no son irreversibles. Pese a las vulnerabilidades del presente, se puede evitar la «trampa del ingreso medio» con políticas de redistribución que, además de impulsar el crecimiento, no dejen a nadie atrás. Y es que en el malestar social también radica un componente de esperanza por cuanto la ciudadanía es más exigente, tolera menos la corrupción, pide que se rindan cuentas, exige mejores servicios públicos, más seguridad ciudadana, y, en suma, ya no acepta ser gobernada como antes.

La XXVI Cumbre Iberoamericana de Guatemala es una oportunidad para un diálogo renovado sobre estas cuestiones. Para muchos gobiernos se trata de la primera oportunidad de dialogar entre ellos de forma cooperativa en lo político y en lo económico. A ello se agrega el explícito compromiso de la cumbre con la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, en la que la comunidad iberoamericana puede ser parte de un nuevo paradigma, ligado a una noción de prosperidad que combina crecimiento, redistribución, bienestar, innovación, institucionalidad y transición ecológica, y que nos interpela sobre el porvenir de las generaciones venideras.

En ese escenario iberoamericano, si queremos democracias estables y legítimas, tenemos que redefinir el contrato social y reconstruir la confianza entre elites, gobiernos y ciudadanía a partir de los valores comunes del pluralismo, la justicia y la inclusión social. Solo tendremos sociedades abiertas si a la vez son inclusivas y están socialmente cohesionadas. La Cumbre Iberoamericana, a través de la Agenda 2030, aborda estas cuestiones de manera directa. Y en el plano internacional, en tiempos en los que aumenta el repliegue nacionalista, el supremacismo y el unilateralismo, representa una reivindicación del multilateralismo, del diálogo y de la cooperación A este respecto, España tiene una posición muy clara. Latinoamérica vuelve a ser una prioridad de nuestra política exterior, con un enfoque que pretende reequilibrar nuestras líneas de colaboración, sumando nuevos objetivos a las actuaciones tradicionales en cooperación al desarrollo en infraestructuras, seguridad o cultura. Lo hacemos con la ambición de intensificar el diálogo y la escucha –también en los planos empresarial y científico– en beneficio de un aprendizaje mutuo, juntamente con la UE, un marco institucional cimentado en la justicia, la confianza y la inclusión social, y siguiendo la narrativa universalista y de progreso de la Agenda 2030.

La XXVI Cumbre Iberoamericana, centrada justamente en la implementación de dicha agenda, es una oportunidad para avanzar en el sistema iberoamericano, un instrumento útil también para impulsar y revitalizar los proyectos de integración regional.

Josep Borrell, ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación.

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