Por fin parece que comienzan a despertarse. En efecto, al menos un miembro destacado de CDC, Francesc Homs, ha reconocido que los nacionalistas no tienen apoyo suficiente para lograr la independencia. Acabáramos, pero se podían haber dado cuenta antes de organizar el tiberio que han montado para nada, porque, como recordaba recientemente El Roto en una de sus inspiradas viñetas, "la solución para cualquier conflicto es no crearlo".
Sea lo que fuere, conviene analizar en qué consiste esa falta de apoyo para separarse de España. No cuentan, en primer lugar, con el apoyo ciudadano suficiente, pues la población de Cataluña se halla dividida en el sentido de que algo más de la mitad de catalanes son los que se oponen a la independencia. Intentar, en este sentido, llevar a cabo ese proyecto, sería imponer una fractura difícil de superar entre los catalanes de una u otra tendencia. Ciertamente, los independentistas no llegan al 48% de los votos emitidos el 27 de septiembre, y ni siquiera alcanzan el 37% de los inscritos en el censo. Como ha recordado otro miembro histórico de CiU, Fernández Teixidó, está claro que con tales cifras se ha perdido el plebiscito encubierto que habían convocado en forma de elecciones autonómicas.
Tampoco cuentan, en segundo lugar, con el apoyo internacional, no sólo porque el supuesto del separatismo catalán no está incluido en la Carta de las Naciones Unidas -como recordó recientemente Ban Ki-moon-, sino que ni siquiera existe ninguna potencia que lo apoye. Dicho de otro modo: la comunidad internacional y, en concreto, la europea, no apoyarán nunca una secesión unilateral. Es más: si esta carencia de apoyos extranjeros era ya significativa hace tiempo, en la actualidad, después de los sucesos de París del 13 de noviembre, parece mucho más problemática, porque la lucha contra la amenaza del IS requiere la unión de los países europeos con Estados fuertes, y no con fragmentadas miniaturas estatales.
En tercer lugar, los separatistas no cuentan ni siquiera con la coherencia lógica de un apoyo democrático, pues siendo partidarios, a trancas y barrancas, del llamado "derecho a decidir", lo incumplen claramente en la Declaración de inicio de la independencia del 9 de noviembre, porque niegan a los catalanes ese derecho que tanto han reivindicado, ya que convocarán, según se afirma en el documento, una consulta para votar la futura Constitución catalana. Sin embargo, lo democrático, sería preguntar antes a los catalanes si quieren convertirse en un Estado constitucional independiente, es decir, poner los bueyes delante de la carreta y no al revés.
En cuarto lugar, los separatistas carecen del más elemental apoyo ético para legitimar sus pretensiones independentistas. En efecto, que un partido como Convergència, fundado y presidido durante más de 20 años por un presunto delincuente que con sus manejos no solo favoreció a sus familiares, sino también presuntamente a la camarilla del Régimen que fundó, no está capacitado para crear un nuevo Estado que a buen seguro los catalanes de bien no lo admitirían. Si el fin de todo Estado es la búsqueda del bien común, obteniendo así su legitimación, no cabe duda de que si nace de una corrupción generalizada se desnaturalizaría gravemente.
En quinto lugar, tampoco cuentan con un apoyo empresarial de manera generalizada. Es cierto que en este sector ha habido muchos titubeos y oscilaciones, pero a partir sobre todo de la declaración aprobada en el Parlament y de la rendición de Artur Mas ante el grupo antisistema de la CUP, la mayor parte de los empresarios, comenzando por el influyente Círculo de Economía, ha advertido de las graves consecuencias que comporta la ruptura de la legalidad a fin de iniciar el camino de la independencia. De este modo, aboga por la formación de un Gobierno que respete la legalidad y que disponga de una mayoría estable, a falta de lo cual sólo quedaría la convocatoria de nuevas elecciones. Pero en el entretanto son muchas ya las empresas que han huido este año de Cataluña, instalándose en otras comunidades autónomas o en el extranjero.
Y, por último, los separatistas no cuentan con el apoyo legal, pues el Parlamento al aprobar la resolución del inicio del proceso de independencia por 72 votos frente a 63 se sitúa fuera de la legalidad. Es más: en el punto seis de este documento se dice que el proceso de desconexión democrática no se supedita a las decisiones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional, a quien se considera deslegitimado y sin competencia a partir de su sentencia sobre el Estatut. Semejante afirmación sería no sólo insólita en cualquier país democrático, sino que invalida a los firmantes de la declaración para construir un Estado de Derecho, puesto que nadie puede construir una nueva legalidad cuando parte de la violación de la existente en ese momento que fue aprobada democráticamente.
En definitiva, sin esta falta de apoyo en todas o en la mayoría de las vertientes señaladas, es imposible llevar a cabo un proceso de independencia unilateral. ¿Significa entonces que ante la imposibilidad actual de acceder a la independencia desaparecerán las tendencias secesionistas? Evidentemente que no, pues seguirán existiendo y, por tanto, sólo caben dos posibilidades. La primera es que el movimiento soberanista haga oídos sordos, y siga avanzando por el camino trazado en la resolución independentista del Parlament. Semejante postura puede desembocar, por una parte, en un escenario de movilizaciones ciudadanas, de enfrentamientos afectivos, de soflamas dirigidas a la desobediencia civil, en suma a una inestabilidad política y social que podría hacer retroceder a Cataluña varios años. Y, por otra parte, que esa acción provoque la reacción del Gobierno y que esté dispuesto a frenar esa locura, pudiendo llegar a situaciones como la suspensión de la autonomía o la declaración del Estado de sitio. A este respecto, el director de La Vanguardia, maestro siempre en la elección de citas adecuadas, tras la modificación por ahora del rumbo soberanista del diario hacia la sensatez, señalaba recientemente que es necesario ser pragmático y darse cuenta de lo que es posible y de lo que no es así, para lo cual citaba esta frase de Gramsci: "Mi pragmatismo consiste en saber que si golpeas tu cabeza contra la pared, es tu cabeza la que se romperá y no la pared". Qui potest capere, capiat.
La segunda posibilidad que mencionaba más arriba parece la más lógica y es la de encontrar una solución pactada entre el Gobierno de Madrid, los partidos nacionales y los nacionalistas. Por supuesto, tal eventualidad no tiene que ser eterna, pero por lo menos puede servir para pacificar los ánimos, en espera de tiempos mejores si es que los hay. Ya se sabe lo que decía Ortega del problema catalán y sabemos también, como ha recordado un politólogo de Quebec, André Lecours, que no hay soluciones para los conflictos independentistas, sólo formas de gestionarlos que generen la menor frustración posible. De ahí que nos encontremos en la actualidad en una coyuntura favorable para lograr una solución pactada. En efecto, ante las próximas elecciones generales, en las que previsiblemente habrá tres partidos con mayor número de votos (Ciudadanos, PP y PSOE), existe la certidumbre cada vez más extendida entre los ciudadanos de que ha llegado el momento de reformar de una vez la Constitución de 1978, especialmente en lo que se refiere a su Título VIII sobre la descentralización territorial del poder. Es cierto que tanto Ciudadanos como el PSOE son partidarios de esa reforma, aunque con envoltorios diferentes, lo que no ocurre con el inmovilismo ciego del PP. Pero es igual, porque como escribió Victor Hugo: "Ningún ejército puede detener una idea a la que le ha llegado su momento". Esto es: después de 37 años de vigencia de la Constitución nadie podrá detener que se racionalice de una vez y se fije definitivamente el diseño final del llamado Estado de las Autonomías. De ahí que haya que desechar los cantos de sirena de algunos utópicos que reivindican un radical proceso constituyente para empezar de cero, como tantas veces en nuestra Historia. Por consiguiente, en ese procedimiento reformista que reivindicamos tantos, habría que incluir, de alguna forma, a los nacionalistas vascos y catalanes, para hacer realidad así lo que el Rey Felipe VI ha afirmado recientemente con plena convicción: "Que la Constitución perdurará".
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.