Ante la Nueva Rusia de Putin

La tan publicitada iniciativa rusa en el sentido de la partición de Ucrania exige una respuesta más seria que palabras vacías; es inaceptable declarar “inaceptable” lo que claramente está siendo aceptado sin ninguna respuesta efectiva. De una manera que resulta penosa, los diversos líderes europeos que se apresuraron a calificar la iniciativa rusa de “inaceptable” agregaron de inmediato que no tenían ninguna intención de hacer nada al respecto. El propio secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, recurrió a unas amenazas propias de parque infantil al retirar la invitación a Vladímir Putin con ocasión de la próxima cumbre del G-8 (¿G-7?) o cumbre festiva, si se me permite, pues todos los asistentes se divierten bastante haciéndose todas esas fotos de familia y además disfrutan de una comida excelente, pero Crimea bien merece un tiramisú.

En realidad, Crimea no es lo que quieren los rusos; quieren mucho más. El plan Nueva Rusia preparado en el Kremlin –elaborado en detalle hasta el diseño de su bandera– cercenaría todo el territorio situado al este del gran río Dnieper formando un nuevo Estado, “afiliado” a la Federación Rusa hasta que se resolviera su adhesión a Rusia a su debido tiempo. Este territorio trans-Dniéper es mucho mayor que la República Moldava del Transniéster (conocida como República Moldoveneasc Nistrean) que el ejército ruso cortó exitosamente a rodajas de la república moldava pero, a diferencia de esta última, que se encuentra separada de la Federación Rusa por territorio ucraniano, la Nueva Rusia queda englobada, sin que se note, en Rusia, de la que forma una prolongación hacia el sur hasta el mar Negro.

El Dnieper como frontera divisoria tiene la ventaja de dar Crimea a los rusos, incluyendo su insustituible base naval y el mérito decisivo de abarcar una población que incluye a muchos rusos étnicos, ucranianos de habla rusa y ucranianos que prevén su futuro con Moscú porque sus puestos de trabajo actuales se hallan en empresas rusas o en la propia Rusia. Indudablemente, su perspectiva es muy diferente de la de los activistas de Lviv –el Lvov de Galitzia que no se arrebató de Polonia hasta 1944– que fueron los protagonistas de la revuelta.

El presidente Putin, por lo tanto, podría apelar al principio impecablemente wilsoniano de autodeterminación para legitimar su creación. Por último, la república trans-Dnieper, según el plan Nueva Rusia, aún podría tener Kíev como su capital en los tres distritos ( raión) situados al este del gran río, permitiendo que los ucranianos pudieran seguir teniendo esta ciudad como su capital histórica. Putin podría incluso presumir de su contención apuntando a Odesa, esa ciudad histórica de Rusia, que al quedar a la izquierda del río Dnieper seguiría formando parte de Ucrania. En casa, sin duda, Vladímir Putin no tiene de qué preocuparse: muchos rusos creen que todo el territorio de Ucrania debería volver a Rusia, mientras que quienes poseen mentalidad histórica recordarán que la Nueva Rusia original ganada a los tártaros se extendía a ambos lados del Dnieper.

Los estadounidenses y los europeos se enfrentan ahora a una difícil elección: comenzar una nueva guerra fría de la falta de cooperación rutinaria con Moscú o bien sumarse al proceso de extraer un Estado no fallido de Ucrania mediante la realización de referendos en los veinticuatro oblasts (provincias) y la república autónoma de Crimea.

Comenzar una nueva guerra fría tendría la gran ventaja de la claridad moral, mientras que la reingeniería política de Ucrania ofrecería por fin una promesa de estabilidad. Lo que no reporta beneficio alguno es repetir frases vacías y amenazas pueriles, para no hablar de la propuesta de tranquilizar a los polacos mediante el refuerzo de sus fronteras orientales con tropas de la Alianza Atlántica; en el momento actual, solamente el ejército alemán sigue disponiendo de un importante contingente de fuerzas blindadas y mecanizadas para tal propósito.

Edward N. Luttwak, Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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