Ante las elecciones: moralita, no moralina

Aunque es bien sabido que los protagonistas de la vida política deberían ser los ciudadanos y que una democracia se construye en el día a día, lo cierto es que siguen siendo las campañas electorales las que monopolizan la reflexión y el debate políticos. Como hay que convertir las ocasiones en oportunidades, parece razonable tomar como punto de partida ese debate, detectar qué echa en falta la ciudadanía para proporcionarlo en el futuro y qué valora para tratar de potenciarlo. Y, en ese sentido, ante las elecciones del 24 de mayo la necesidad de regenerar moralmente la política se ha convertido en un trending topic,en una exigencia presente en todos los discursos: la ética anda en boca de todos los partidos, bien para desautorizar a otros por inmorales, bien para presentar proyectos comprometidos éticamente. Conviene, pues, tomarles la palabra —hablar es comprometerse— y utilizarla no sólo para decidir a quién votar, sino sobre todo para construir en el futuro. Sin embargo, como la palabra “moral” da para mucho, bueno será usarla en el sentido que resulte más fecundo.

En efecto, lo moral se puede entender, en principio, en el par “moral/inmoral”, y entonces suele suceder que el hablante se siente moralmente impecable y acusa a otros de inmorales. Como los escándalos que salpican los medios y las redes dan materia más que suficiente para las acusaciones continuas, se practica hasta la saciedad lo que Trivers denominó “la agresión moralista”, la crítica a los infractores que, curiosamente, siempre son los otros. Sin duda la denuncia es muy loable si lo que se pretende es lograr que el bien particular no suplante al bien común de un modo fraudulento, pero no es tan loable si la moral se convierte sólo en un arma arrojadiza para descreditar competidores, silenciando que en todas partes hay cien leguas de mal camino y que es preciso limpiar la propia casa a la vez que se exige dejar resplandeciente la ajena.

Por eso resulta más fecundo tomar la moral también como moralita, que es, según Ortega, un explosivo tan potente como la dinamita. Situada en lugares estratégicos, hace estallar aquello que ya está descompuesto y permite levantar nuevos edificios. Pero eso sí, el mismo Ortega pensaba, con razón, que los adanismos no son buena cosa, que no se trata de destruir y partir de cero, entre otras razones, porque no existe el punto cero, todo tiene antecedentes, y porque es suicida eliminar también lo bueno que se ha ido logrando con esfuerzo a lo largo de la historia. Más vale detectar qué hay ya de positivo y reforzarlo. Para eso sirve la moralita, tomada como vitamina que fortalece la vida pública en el día a día, y no sólo como arma en los discursos de las campañas electorales.

Es entonces lo contrario de la moralina, esa prédica empalagosa y ñoña que se extiende sobre situaciones putrefactas para que dejen de oler mal, en vez de transformarlas desde dentro. La moralina es mala cosmética, está sospechosamente próxima a la ideología, y se sitúa a años luz de lo que sería una propuesta moral en el pleno sentido de la palabra.

Los efectos de la moralina son letales, llevan a la desmoralización, que sería una tercera acepción de las que venimos desgranando. Una persona o un pueblo desmoralizados se encuentran sin ánimo para enfrentarse a los retos vitales, no tienen un proyecto que llevar adelante ni confían en su capacidad para hacerlo. Cuando lo cierto es que la sustancia de la vida humana es proyectar y comprometerse en buenos proyectos desde la autoestima. Eso es lo que permite levantar la moral a las personas y a los pueblos, a las comunidades autónomas y a los países.

Por desgracia, los españoles andamos desmoralizados en exceso. Tal vez porque los medios de comunicación se ensañan en las malas noticias. Tal vez porque llevamos el pesimismo en la masa de la sangre. Tal vez porque olvidamos las fortalezas y nos recreamos en las debilidades.

Porque en realidad, existe un amplio consenso sobre lo que queremos, que se cifra en un Estado Social de Justicia: erradicar la pobreza, reducir el desempleo, mantener las pensiones, evitar el éxodo obligado de los jóvenes, liderar soluciones justas a la tragedia de la inmigración, recuperar una sanidad que ha sido ejemplar, fomentar la educación de calidad, ayudar a construir un Europa de los ciudadanos, abierta y social. Para lograrlo contamos, entre otras cosas, con un país sin partidos extremistas ni xenófobos, con una sociedad civil que está asumiendo su corresponsabilidad en la cosa pública, con una envidiable solidaridad en materias como la donación de órganos o de sangre, con profesionales bien preparados, con un sistema sanitario excepcional, con una solidaridad familiar que está supliendo lo que otros deberían hacer.

Con mimbres como éstos hay que construir un proyecto vigoroso, desde lo mejor de lo que ya hemos venido haciendo. Tarea de los partidos es darle la forma que consideren más operativa y llevarlo a cabo, codo a codo con la sociedad civil, porque no sólo hay vida después de las elecciones, sino que es ésa la vida que importa.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y Directora de la Fundación ÉTNOR.

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