Antes de que sea demasiado tarde

Todos los datos de opinión pública apuntan a que vivimos un momento excepcional. El primer reflejo de esta situación extraordinaria es que la gente habla de política más que nunca, dejando atrás nuestro tradicional desinterés por la cosa pública. Así, mientras en el año 2002 casi un 25% de los españoles declaraba tener mucho o bastante interés por la política, en 2012 esta cifra se elevaba al 35%.

Pero que la ciudadanía hable mucho de política no significa que lo hagan de forma positiva. Esta actividad siempre ha generado una gran desconfianza en nuestro país. En los años noventa, entre un 20% y un 40% de los ciudadanos mostraba este sentimiento con la política en las encuestas. En la actualidad, la desconfianza se ha elevado hasta el 70%. Por lo tanto, el desencanto se ha acentuado.

El segundo síntoma del deterioro de la situación política es la insatisfacción que produce el funcionamiento de nuestra democracia. En las encuestas del CIS de 2012, el 70% de españoles se muestra insatisfecho con la forma en que funciona nuestro sistema político. Es, de hecho, la cifra más alta de los últimos 35 años. Estos sentimientos y frustraciones de la ciudadanía se han focalizado en los actores políticos y, en especial, en los partidos. Las movilizaciones ciudadanas lo dicen muy gráficamente: hemos pasado del “no nos representan” del 15-M al “que se vayan todos” del 25-S.

Para algunos analistas y responsables públicos todo se debe a la coyuntura económica. Así, una vez pase la recesión, la confianza en nuestro sistema se restablecerá. Pero hay dos razones para dudar de este optimismo. En primer lugar, las grandes crisis económicas del siglo XX (1929 y 1970) tuvieron importantes, y no siempre positivas, consecuencias políticas. La recesión actual es de la misma dimensión e importancia que estas.

En segundo lugar, hay una ruptura generacional en la concepción de la democracia. En los estudios del CIS se observa que mientras los mayores de 30 años asocian la democracia con bienestar económico, los más jóvenes esperan de ella partidos que defiendan y representen sus intereses. Es decir, los más mayores ven en la democracia economía y los más jóvenes política.

Por todo ello, es necesario tomar medidas. Si no se actúa, corremos el peligro de que una crisis de los actores acabe convirtiéndose en una crisis institucional, donde los cuestionados no sean los políticos, sino la misma democracia. Tres son los grupos de reformas que deben abordarse.

El primer conjunto de medidas debería encaminarse hacia nuevos canales de participación dentro de las instituciones y de los partidos políticos. Hasta el momento, la democracia española ha pivotado en exceso sobre la participación electoral y el papel de la ciudadanía se ha reducido a votar cada cuatro años. Fuera de las elecciones solo se puede recurrir a formas de participación menos convencionales (manifestaciones, recogidas de firmas, etcétera).

Pero los ciudadanos quieren más: desean ser escuchados más a menudo en los Parlamentos, quieren decidir de forma directa sobre cuestiones de gran relevancia, y aspiran a elegir a través de voto secreto y directo a los candidatos y a los dirigentes de las formaciones políticas. Se trataría, por lo tanto, de articular nuevas formas de participación donde los partidos y sus dirigentes compartan el poder con los ciudadanos.

Nada de esto tiene que ver con el sistema electoral. La gente quiere ser escuchada y que se le haga caso, eso es todo. Además, algunas propuestas sobre la reforma del sistema electoral parecen poco reflexionadas. Por ejemplo, las listas abiertas, en lugar de ser una vía para dotar de mayor capacidad de decisión al votante, pueden acabar siendo un foco de corrupción y de desmovilización electoral.

El segundo grupo de reformas debería redundar en una mayor información y transparencia acerca de los actores y las instituciones. ¿Cuánto cuesta un acto electoral? ¿Qué porcentaje de ejecución de sus presupuestos realizan los ministerios o las consejerías mes a mes? ¿Cuál es el sobrecoste de una obra pública? No solo debería ser obligatorio publicar mucha de esta información, sino que además los partidos y las instituciones deberían estar obligados a responder a las dudas que les plantee cualquier ciudadano.

Y el tercer conjunto de propuestas debería centrarse en la ejemplaridad. Así, podría aprobarse un conjunto de normas que sometan a los protagonistas de nuestra democracia a un mayor control y a sanciones más duras que para el resto de ciudadanos. No es lo mismo, por ejemplo, que el fraude fiscal lo cometa un simple trabajador que un representante político, un juez o un miembro de la Casa Real. El nivel de exigencia debe ser mucho mayor para estos últimos, puesto que son ellos los que aprueban las normas, hacen cumplirlas y nos representan. Cuando un actor político o un juez quebranta una ley, además de incumplirla, está abusando de su poder.

Toda esta batería de reformas permitiría aumentar la confianza y la satisfacción política. De no hacerlo, el riesgo que corremos es que estos dos sentimientos sigan aumentando y, llegados a cierto punto, se cuestione la misma democracia optando por alguna de sus patologías: el populismo y la tecnocracia. Todo lo que está sucediendo con la familia real debería servir de advertencia. El cuestionamiento de la institución ha comenzado a abrirse paso cuando su opacidad se ha tornado difícilmente comprensible, los ciudadanos no se han visto representados y han dejado de ser vistos como ciudadanos ejemplares.

Ignacio Urquizu es profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y colaborador de la Fundación Alternativas. Autor del libro La crisis de la socialdemocracia: ¿Qué crisis? (Catarata).

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