Antes que un pacto, una reflexión educativa

Se insiste en la necesidad de replantear la cuestión de la educación en España y alcanzar un pacto. Nos repiten verdades de Perogrullo como que la educación representa la clave del futuro de una nación o que la constante volubilidad en sus pautas constituye un error. Claro que es así, pero al tiempo la mayoría de las propuestas políticas en educación comparten una carencia fundamental: se reducen a enumerar una serie de medidas puntuales, cual simples recetas. Frente a esto, cabe advertir que la cuestión de la educación reclama una reflexión de calado, mucho más de fondo. Antes que plantear el pretendido pacto, hay que acometer una meditación profunda. ¿Hemos reflexionado ya, acerca de nuestra educación, con la pausa y hondura que esta merece? Es de temer que no.

Ninguna de las voluntariosas listas de medidas que se esbozan va a ayudar, de modo relevante, a la mejora de la educación española. Esto, por cuanto carecen de lo más importante: falta captar el íntimo lazo que se da siempre entre la educación y la antropología. No nos engañemos: detrás de todo modelo educativo, hay un modelo concreto de ser humano. Por esto, lo más importante estriba en acertar a proponer un modelo de educación que responda a una visión del ser humano fecunda.

Pocos se preguntan qué clase de personas van a resultar, al final, de las numerosas medidas educativas que se nos ofrecen desde el marco político. De un extremo, se diría que las consecuencias anuncian personas entregadas al más puro pragmatismo, rendidas a lo material, a merced de su interés individual. Del otro, se nos proponen sujetos difuminados, sometidos al igualitarismo y la ideologización, dependientes de la colectividad, privados de libertad e iniciativa. La superficialidad que ambas ofertas proyecta augura una sociedad de sujetos desarraigados, sin fondo, desorientados, en manos de un feroz relativismo. El inquietante horizonte de nuestro resbaladizo sistema educativo promete una masa de mónadas sin personalidad propia, fácilmente manejable, capaz de los más abyectos abusos con respecto a la dignidad humana.

Frente a esto, demandamos una educación que responda a una visión del ser humano profunda, una educación no de recetas ni de lo epidérmico, sino de la persona entera, en la que se procure una formación integral e integradora, orgánica. Esto implica el que nos planteemos qué tipo de sujetos y comunidades anhelamos, para luego encontrar los cauces a su desarrollo.

No aspiramos a rodearnos de sujetos vacíos, manipulables, sino de personas que buscan con ánimo la felicidad y el sentido plenos de su existencia, su vocación más profunda. Esto, sólo pueden lograrlo quienes trazan lazos fraternales, quienes cultivan vínculos con sus semejantes y con cuanto de valioso se ofrece a sus vidas. ¿Qué debemos formar en nosotros y en los otros? Sin duda, personalidades con raíces profundas y, así, fértiles en todos los aspectos. Seres maduros y con criterio, no veletas al arbitrio de intereses o eslóganes, sino ciudadanos comprometidos con un Humanismo responsable. Necesitamos personas cultas, de una cultura verdadera y fraterna, no meros eruditos o técnicos despersonalizados, vendidos a su propio egoísmo. Aspiramos a sujetos provistos de una formación auténtica, que integre valores, creatividad, juicio propio. En suma: personas sabias, íntegras, resueltas a amar a los demás, a cultivar todo lo valioso. Este tiene que ser el punto de partida. Ponerlo en claro constituye la base para caminar en educación sin extravíos.

Precisamos una educación que edifique sobre fundamentos sólidos, sobre principios filosóficos firmes. No buscamos personajes de guiñol, sino humanos maduros integralmente, que caminen por sí mismos, no arrastrados por otros, seres libres y capaces de orientar su propia existencia hacia un horizonte con sentido, un horizonte de verdad y de bien, de unidad y de belleza, de cuanto en definitiva hay de inspirador en el vivir humano. Esto no puede lograrse sin revitalizar la dimensión transcendente de nuestra existencia. Queremos educar nuestro intelecto y nuestro ser completo, formarlo en lo psicológico y físico, en lo académico y técnico, en lo científico; pero –además– en lo ético, lo estético, lo religioso. Ello, desde la libertad y originalidad propias de cada uno, porque confiamos en el valor único, en la dignidad inmarcesible de toda persona. Sólo una educación personalizada y personalizadora, dotada de un rostro, fundada en un encuentro humano fructífero, puede cooperar a desarrollar lo mejor. Deseamos una sociedad creativa y acogedora. Pero esto no puede hacerse dando la espalda a los más altos valores ni a las raíces culturales y espirituales, que han fecundado nuestra identidad e historia.

España necesita mucho más que un pacto educativo. Precisa una reflexión de fondo sobre la educación. No nuevas improvisaciones ni recetas. ¿Tendremos la serenidad para acometerla sin dogmatismos?

Javier Barraca, profesor de Filosofía dela Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

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