¿Anticatalanismo de nuevo cuño?

Hay especialistas en la detección de los más leves signos de hostilidad verbal respecto de Catalunya. Confirman así su convicción crónica de que los catalanes no gustamos demasiado a los demás ciudadanos de España. Demuestran así que los españoles aprovechan el más mínimo pretexto para expresar su descontento con este pueblo nuestro, díscolo y demasiado diferente, demasiado irritantemente diferente, para ellos. Señales hostiles comprobables y públicas no les faltan, pese a los constantes equilibrios que hacen muchos de los que manufacturan opinión pública para evitar el insulto directo y la denunciable discriminación anticatalana. Así, todo suele mantenerse en privado. Pero los catalanes no les gustamos; esto lo sabe todo el mundo.

La aprobación de la financiación de Catalunya por el Gobierno, patéticamente alargada hasta extremos insoportables, dicen que ha desencadenado un nuevo aluvión de anticatalanismo visceral. Ha sido debidamente detectado por nuestros agudos sismógrafos de los humores públicos españoles. Pero la verdad es que no se ha dado nada nuevo, y que, pese a todo, aún se mantiene latente la ira e irritación de los que ni nos entienden ni quieren entendernos. Salvo los españolistas más encendidos y bocazas, los demás procuran mantener las formas, aunque tampoco nos quieren mucho. Uno no percibe lo único que me haría dudar de mi convencimiento: un verdadero entusiasmo fraternal y sostenido en toda España para que seamos lo que queremos ser, plenamente. Ahora no hay ningún retorno del anticatalanismo latente –y a menudo, explícito–, sino más bien una obstinada continuación del business as usual, para que me entiendan los finísimos analistas de la ciencia económica centralista.

Era perfectamente predecible que los partidos que gobiernan Catalunya se complacerían y celebrarían el resultado de la negociación, mientras que la oposición, Convergència, realizaría una disciplinada y profunda crítica de lo que, sin duda, ha logrado con paciencia, habilidad y alta competencia profesional el profesor Antoni Castells. (Me duele la tacañería de algunos al no reconocer el mérito de este catedrático de Hacienda, cuya integridad catalanista está fuera de la más mínima duda: ha conseguido lo que podía, y quizá un poco más de lo que uno podría pedir, en estas circunstancias.)

Asistimos, pues, resignados, a las previsibles críticas que tenían que caer sobre el Gobierno catalán por parte de la oposición; a fin de cuentas, Artur Mas cumple con su deber, incluso para los suyos, como jefe de la oposición. Como el acuerdo no es lo bastante bueno --pese a que no podía ser mejor–, lo tenía fácil. Lo que se oye decir, y no solo de boca de su partido, es que, en las presentes circunstancias (crisis económica, sacrosanta tila para los catalanes, incapacidad española de entender a la nación catalana, creencia de que con un concierto económico –el de los vascos– ya bastaba), no podíamos ir más lejos.
Jordi Pujol, desde su inteligente marginalidad, afirma que sus negociaciones incansables y constantes sí nos daban resultados, en 1993, 1996 y 2001, tanto con el PSOE, como con el PP. Y, en contraste con José Montilla, dice que el acuerdo incumple el Estatut. Es posible, pero eran otros tiempos, president.

El jacobinismo centralista es más sutil. Afirma lo contrario de lo que hace: una visión en red de España que niegan cada día los hechos y las políticas económicas y de infraestructuras; una retórica plurinacional –¿ecos de la Hispania habsburguiana?– que contradicen las conductas de cada día, y que contradirá el Tribunal Constitucional pasado mañana, sin duda. ¿Era necesaria una iniciativa legislativa popular, con todo su coste emocional y de movilización cívica, para aspirar a conseguir, un día, un espacio de libre circulación de las ideas, imágenes y palabras entre todos los pueblos de lengua catalana, mediante la televisión? Qué vergüenza. Tener que luchar, como lo estamos haciendo, por este derecho mediático elemental –reconocido por el Derecho Público europeo– llena de desánimo. ¿Acaso no debería haber salido del propio Gobierno español la decisión de imponer el derecho fundamental a la circulación libre de ideas y palabras, y no encontrarse con que tanto le da el asunto?

En estas circunstancias, cuando uno oye decir que la Catalunya de hoy debe «liderar la periferia» hispánica, no sabe muy bien si reír o llorar. La periferia la lidera muy bien Portugal. O vascos y navarros, que, pese a tener el infinito gozo de pertenecer al paraíso jacobino –o cuando mandan los otros, al de la España eterna–, tienen unos convenios de feudal nobleza que les permiten ser distintos. (Con lo cual se descubre la farsa de que de café para todos, nada de nada: para nosotros, tila.) ¿Cómo es posible que un Estado moderno europeo, regido por un Derecho Público general y supuestamente racional, permita que unas regiones tengan un régimen económico que a los demás se les niega? No, en tal situación, nadie puede liderar la periferia, como si la frase tuviera algún sentido.

Cada vez más, los catalanes de todo tipo, recién llegados o no, irán entendiendo que lo que hace falta es liderarse ellos mismos. Al menos, el resultado de los acuerdos de financiación –incluida la cuota de solidaridad interterritorial que con tanta buena fe y mejor voluntad nos complacemos en añadir– será que veamos con la necesaria clarividencia lo que todo el mundo ya sabía: el nuevo anticatalanismo no existe. Es el de siempre.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.