Anticipar el fracaso

Los sondeos de la Universidad del País Vasco, el Euskobarómetro, confirman una pronunciada tendencia a la baja de quienes persiguen la secesión. Del 41% en 1995, al 37% en 2000, hasta el actual 24% frente a un 63% de los ciudadanos que, por el contrario, tienen poco o ningún deseo secesionista. El independentismo está en mínimos históricos. Durante décadas, sin embargo, tanto el nacionalismo vasco como una parte de la izquierda española insistían en la existencia de un “conflicto político” que solo podría resolverse mediante el ejercicio de la autodeterminación. Visto en perspectiva, qué lejos queda hoy el desafío soberanista encabezado por Juan José Ibarretxe. Recordemos que, en 2008, mediante una consulta popular, el entonces lendakari pretendía dos cosas. Un “final dialogado” de la violencia que legitimara en torno a una mesa a aquellos que habían jaleado los asesinatos de ETA. E imponer a todos los partidos la obligación de aceptar el “derecho a decidir del Pueblo Vasco”, cuyo acuerdo debería someterse a votación antes de que finalizase 2010.

En cuanto a lo primero debemos celebrar que la derrota de los terroristas se haya producido sin ninguna concesión política, mientras que los planes de Ibarretxe quedan ya poco menos que en el baúl de los recuerdos. Pero durante décadas escuchamos decir de forma categórica que sin algún tipo de consulta no habría solución al “conflicto político” vasco. Pues bien, los datos demoscópicos, que acompañan la evolución hacia el moderantismo del PNV, ponen de manifiesto que la sociedad vasca se ha cansado por muchos años de la pulsión soberanista.

Algo diferente pero parecido en el fondo ha acabado ocurriendo en Quebec. Tras la celebración de una segunda consulta soberanista en 1995, cuyo resultado se dirimió por unos pocos miles de votos, el Gobierno federal impulsó la llamada Ley de la Claridad con el fin de poner freno a la celebración unilateral de un tercer referéndum. En 2014, la primera ministra quebequesa Paulina Maurois decidió adelantar las elecciones, pese a que solo hacía 18 meses que estaba en el Gobierno. Los sondeos le indicaban la oportunidad de ampliar su mayoría con un discurso en clave identitaria y apuntando entre bambalinas la posibilidad de convocar otro referéndum al margen de la ley canadiense. Sin embargo, el resultado en las urnas fue un desastre monumental para el Partido Quebequés, que no solo perdió las elecciones, sino que catapultó a los liberales federalistas de Philipe Couillard hasta la mayoría absoluta. La posibilidad de revivir el traumático referéndum de 1995, que dejó profundas heridas sociales y perjudicó los intereses económicos de la región, estuvo detrás de este fuerte revés independentista. Desde entonces muchos sociólogos afirman que la sociedad quebequesa, sobre todo una juventud que se ve cada vez más como partícipe en un mundo global, ha desconectado de este ansia soberanista que existía dos décadas antes, otorgando una clara prioridad a otras cuestiones como la economía o el medio ambiente.

Entre tanto, en Cataluña las cosas han ido en dirección opuesta. Desde 2012 se ha convertido en el referente internacional de los movimientos secesionistas. Es imposible predecir su evolución, pero la fatiga de los materiales empieza a notarse. El resultado de las elecciones del 27-S supuso un triple fracaso. Ni el separatismo alcanzó la cifra simbólica del 50+1 de los votos, ni Junts pel Sí logró la mayoría absoluta de los diputados, ni el conjunto de las fuerzas partidarias de celebrar un referéndum de secesión dispone de dos tercios de la cámara catalana, requerimiento imprescindible, por ejemplo, para iniciar la reforma del Estatuto. Por eso sorprende que algunos partidos de izquierdas, fuera y dentro de Cataluña, pienso sobre todo en Podemos y sus confluencias, que dicen no ser nacionalistas, repitan la misma cantarela que se utilizaba para el País Vasco años atrás, encumbrando el derecho a decidir como el único camino para resolver lo que también califican de “conflicto político”. Afortunadamente, la experiencia nos demuestra que las sociedades democráticas evolucionan, maduran y acaban exhaustas después de años de debates identitarios y esencialistas. En Cataluña, pese a todo, vamos camino de ello. Por eso, frente a la redoblada insistencia en pos de un referéndum, deseo en el que coincide el nacionalismo con la izquierda regresiva, combatirlo no solo es hoy lo más democrático, sino la mejor forma de anticipar el fracaso del separatismo.

Joaquim Coll es historiador y vicepresidente de Societat Civil Catalana.

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