Antídotos contra el veneno

Éste sí que ha sido un funeral en vida. El difunto -políticamente hablando- todavía respira, lee y oye, pero los españoles ya le han despedido para siempre jamás con un epitafio muy repetido estos días en las redes sociales y que resume el balance de estas dos últimas legislaturas: «tanta gloria lleves como paz nos dejas». La famosa frase, grabada a cincel sobre granito en una losa de un cementerio español, le ha sido dedicado a Zapatero con fría y machacona insistencia en cuanto ha anunciado el adelanto de las elecciones y ha garantizado que en noviembre se irá por donde ha venido porque ni siquiera ocupará escaño en el Congreso.

Celebrado por los oficiantes este implacable funeral, en el que han participado a media voz sus propios compañeros de partido, lo que se concluye tras esta ceremonia de apuñalamiento político a cargo de millones de manos es que los españoles están mayoritariamente hartos de su presencia y más hartos aún de su ejecutoria. Y que perderle de vista cuanto antes es una aspiración colectiva sentida con vehemencia.

Qué mal final está teniendo Zapatero y qué difícil va a ser que los libros de Historia le hagan un sitio, no ya de honor, que eso no se lo ha ganado ni de lejos, sino de un reconocimiento por su contribución a la mejora de la vida española en cualquier orden. Sus cuatro antecesores en democracia ocupan su sitio por merecimientos propios, pero en su caso puede que la aportación más relevante que se le reconozca tras ocho años haya sido la aprobación de la ley de matrimonios homosexuales; porque ese repetido eufemismo de que ha implantado la «extensión de derechos sociales» ha resultado al final una frase vacua que los hechos se han encargado de destrozar dejándola en añicos.

Su exiguo bagaje como gobernante de altura queda tristemente sepultado por una lista interminable de errores y torpezas que han dañado a España por dentro y por fuera hasta poner en riesgo su futuro como nación reconocible y sólida y como un Estado de Derecho que tenga de ello algo más que el nombre.

Por eso, la España que hereda el nuevo Gobierno no sólo necesita recetas económicas que la saquen del ahogo, vayan creando empleo, reactiven poco a poco la actividad y sean capaces de volver a generar confianza en los inversores nacionales y extranjeros. Todo ello es muy urgente, sí. Pero a lo urgente será imprescindible sumar lo trascendental. Este es un país que necesita líderes que se esfuercen por recuperar la cohesión entre los españoles. Que busquen derribar la idea mostrenca de que cada grupo de aldeas de esta tierra constituye un grupo étnica y políticamente sujeto de derechos históricos, de identidades diferenciadas y ajenas a la de sus vecinos; la idea mostrenca de que el mundo de sus intereses y sus desvelos empieza y acaba en las lindes de su pequeño territorio y que más allá se extiende el mundo lunar llamado de los otros.

España va a necesitar líderes que tengan el coraje de extirpar el veneno de la intromisión del poder político en todas las instituciones, de las más altas a la más bajas, empezando por el Tribunal Constitucional, pasando por el Tribunal de Cuentas o el Banco de España, siguiendo por las cajas de ahorro y llegando hasta la SGAE y las modestas asociaciones de consumidores. Ese veneno está extendido por todo el cuerpo nacional y ha corrompido la actuación de los organismos que en su día recibieron la comanda de velar por la limpieza y legalidad de las actuaciones del poder político. Y eso los ciudadanos lo ven.

Hace mucho que ese encargo constitucional se está incumpliendo porque detrás del comportamiento de las instituciones aparece siempre, inexorablemente, el cálculo de los intereses del partido político en el poder. Y ese es un veneno que puede matar el sistema a no mucho tardar porque, inexorablemente también, porta consigo el virus de la corrupción.

Quienes ocupen el nuevo Gobierno tienen por delante esa trascendental tarea que, sin duda, perjudicará las más zafias pretensiones del partido en que se apoya pero quizá pueda devolver a los ciudadanos la confianza, que en su día tuvieron pero que ya han perdido, en las instituciones y en la limpieza de su actuación. Porque si al final los españoles acaban dando definitivamente la espalda a quienes se han comprometido a garantizar la marcha de nuestro país por los cauces reales de un verdadero Estado de Derecho, habremos perdido la apuesta que se hizo en 1978. Esos datos del CIS que dicen que la clase política es una de las preocupaciones de los ciudadanos es de una extraordinaria importancia por las consecuencias «sistémicas», como se dice ahora, que puede tener a largo plazo.

Necesita el país que el diseño que en los años 70 se hizo de la llamada «España de las autonomías» deje de correr ciegamente en zigzag pero siempre con impulso centrífugo y camino de estrellarse contra el muro de la desintegración y el fracaso. Necesitamos líderes capaces de poner lógica e inteligencia en la recomposición de los lazos entre las comunidades y capaces de hacer que el Estado deje de acurrucarse en un rincón por miedo a que, al ponerse de pie y ejercer el poder y las funciones de control y coordinación que la Constitución le encomienda, le lluevan las pedradas y las acusaciones de antidemocrático lanzadas por quienes ignoran o fingen ignorar que, de no hacerse así, lo que peligra es precisamente el sistema democrático de esta España que desde 1975 ha crecido políticamente muy deprisa pero cuyo crecimiento no ha ido acompañado de un proceso hacia la madurez.

España necesita con urgencia muchos cambios, no sólo en su política económica. También necesita que podamos regresar poco a poco a ocupar libremente las posiciones ideológicas de cada cual sin convertir al adversario en enemigo a muerte ni hacer caer sobre el discrepante la condena moral, la negación radical de su decencia y la adjudicación automática de su iniquidad y de la intrínseca malignidad de sus propósitos. Ese es otro de los venenos que, conscientemente o no, el presidente saliente ha acabado por inocular en la sociedad española a lo largo de estos últimos ocho años de los que vamos a salir muy empobrecidos pero aún más encabronados.

Por Victoria Prego, adjunta al Director de El Mundo.

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