Antifascismo: peligro y contradicción

En octubre del próximo año se conmemorará el centenario de la marcha sobre Roma y la constitución del primer régimen fascista. En Italia, gracias a la labor revisionista de Renzo de Felice y su escuela, el fenómeno fascista ha sido normalizado a nivel de historiografía académica. El historiador italiano destacó el «consenso» del que disfrutó el régimen hasta finales de los años 30, el carácter revolucionario y modernizador del movimiento, su interclasismo, al igual que los graves errores de Mussolini, sobre todo su participación en la Segunda Guerra Mundial. Lo cual le valió algún que otro atentado por parte de la extrema izquierda. Su discípulo Emilio Gentile ha sido capaz de dar, en su libro Quién es fascista, una definición convincente del fascismo histórico, es decir, un movimiento político-social «totalitario», basado en el «pensamiento mítico», un «partido-milicia», «interclasista», con un «sentimiento trágico y activista de la vida», una ética civil cuyo fundamento es la subordinación absoluta del individuo al Estado, una organización económica corporativa y una política exterior imperialista.

A nivel político, esta labor revisionista ha sido fructífera. No hace mucho, el izquierdista alcalde de Predappio -la localidad natal del Duce-, Giorgio Frasinetti, afirmaba en una entrevista concedida a El País sus coincidencias con De Felice: «No podemos fingir que Mussolini no ha existido y no podemos imaginar que el fascismo haya sido una enfermedad que ha golpeado un cuerpo sano. El fascismo tuvo un enorme consenso popular. El fascismo fue todo y lo contrario de todo. Si queremos entender bien qué cosa es Italia y aprender de los propios errores, debemos aceptar a Mussolini».

Antifascismo: peligro y contradicciónClaro que, como señaló hace años el filósofo católico Augusto del Noce, junto al fascismo histórico se encuentra el «fascismo demonológico», es decir, el mal radical, un constructo imaginario elaborado por la izquierda radical. Hoy, este «fascismo demonológico» se identifica con la xenofobia, la homofobia, la antiinmigración o el racismo. Todo ello relacionado con el ascenso de las derechas identitarias o neopopulistas en Europa y Estados Unidos. Teóricos marxistas como William Robinson predicen, en la etapa del capitalismo global, la emergencia del «fascismo siglo XXI», cuyo arquetipo sería el ultraliberal Tea Party. Esta demonología tiene su campo abonado en España. Las elecciones autonómicas madrileñas de mayo se convirtieron, por parte del conjunto de las izquierdas, en un auténtico aquelarre antifascista. Pablo Iglesias, Adriana Lastra, Íñigo Errejón e incluso el ilustrado Ángel Gabilondo interpretaron el sentido de esas elecciones como la lucha entre fascismo y democracia. Como era de esperar, sufrieron una estrepitosa derrota; lo que no tuvo como consecuencia una saludable autocrítica de sus posiciones y estrategias; todo lo contrario.

Como ha señalado el historiador Michael Seidmann, el antifascismo no puede identificarse con las izquierdas porque hubo conservadores opuestos al fascismo como Charles de Gaulle, Luigi Sturzo, Alcides de Gasperi o Winston Churchill. Por su parte, el antifascismo de izquierdas o revolucionario fue, como señala Annie Kriegel, «uno de los grandes mitos del estalinismo», identificando fascismo con derecha y capitalismo. La demonología antifascista sirvió, entre otras cosas, para legitimar los sistemas de socialismo real. Y, lo que es peor, su poco agraciada faz vuelve a hacerse presente, como hemos señalado, en el discurso de las izquierdas. Se trata, como ha señalado Stanley Payne, de un antifascismo sin fascismo, porque ninguna de las fuerzas políticas denunciadas y execradas por esa nueva inquisición pueden ser definidas como tales con un mínimo de rigor. Es pura demonología.

En ese sentido, resulta significativa la abundancia de este tipo de literatura en las librerías: Antifas. Manual de antifascismo, de Mark Brey; Fascismo, de Jason Stanley; Facha, de Michel Murgía; ¿Está bien pegar a un nazi?, de Jaime Rubio; o Todo el mundo puede ser antifa. Manual práctico para destruir el fascismo, de Pol Andiñach. Ninguno de estos libros vale gran cosa, desde el punto de vista historiográfico o intelectual; siguen la senda demonológica sin demasiada originalidad. Lo preocupante es su mensaje político. No se trata de la defensa de la democracia liberal, sino de la revolución social y la violencia. En concreto, Mark Bray defiende la violencia como praxis política cotidiana y la «sociedad sin clases» como horizonte. Sus iconos son las Brigadas Rojas, Lucha Continua, los partisanos de izquierdas, la oposición guerrillera a Franco, Autonomía Obrera, etcétera. En España, Bray ha tenido como discípulo a Pol Andiñach, cuyo antifascismo se identifica con Durruti, Dolores Ibarruri y Clara Zetkin; y propugna «si hace falta, la acción directa». Estos planteamientos han sido difundidos por el conjunto de la prensa de izquierdas, como Infolibre, Diario Público, Eldiario, El Plural o Tinta Libre. En televisión, sobre todo por La Sexta, donde el activista Antonio Maestre ha convertido el antifascismo en una forma de vida. Siguiendo esta perspectiva, todos los partidos de la derecha, sobre todo Vox han sido estigmatizados como «fascistas» y sufrido agresiones violentas a cargo de los denominados antifascistas. De ahí el peligro de estos planteamientos.

Llama, sin embargo, la atención en este tipo de antifascismo su simpatía respecto a los nacionalismos periféricos catalán y vasco. Entre sus defensores, existe un silencio absoluto acerca de su carácter racista, xenófobo y antidemocrático. Precursores y teóricos del catalanismo, como Valentí Almirall, Pompeyo Gener, Eric Prat de la Riba o Bartomeu Robert consideraban al conjunto de los españoles una raza inferior. ¿Conocen el programa político de las Bases de Manresa? ¿Y el imperialismo y corporativismo de Prat de la Riba? Esta izquierda suele reírle las gracias a un histrión como Gabriel Rufián, cuyo partido, Esquerra Republicana, tuvo, durante la II República, claras veleidades fascistoides, reconocidas por algunos de sus dirigentes como Josep Dencás. Como ha documentado el historiador Chris Ealham, en La lucha por Barcelona, los esquerristas practicaron la xenofobia y el racismo contra los emigrantes españoles, calificándoles de «forasteros» en «nuestra casa», «enjambres», «plagas virulentas», «indignos» y «mendigos». Y propugnaron y llevaron a cabo políticas antiinmigratorias.

Más conocido es el racismo antiespañol de Sabino Arana y sus acólitos del PNV. En algunos de sus escritos, Manuel Azaña lo consideraba un «partido de extrema derecha». Tanto él como Juan Negrín acusarían a los nacionalistas catalanes y vascos de deslealtad a la República durante la Guerra Civil. Ni los catalanistas ni los peneuvistas han abandonado los fundamentos étnicos de su ideario. Ahí están los escritos de Jordi Pujol contrarios a la emigración de castellanos y andaluces. O las invocaciones de Xavier Arzalluz al RH negativo de los vascos. Más espinoso es el tema de ETA. Sin embargo, la izquierda radical y antifascista, representada por Podemos, nunca ha recatado su admiración por la organización terrorista vasca y sus herederos. Hoy, Bildu es uno de los aliados del Gobierno izquierdista presidido por Pedro Sánchez. Por eso, resulta muy significativo el contenido de la obra de Nicolás Buckley, Del sacrificio a la derrota, publicada por Siglo XXI y prologada por un catedrático de la Universidad Carlos III, en cuyas páginas ETA aparece como una organización «antifascista y antineoliberal». Según este autor, la Constitución del 78 posee elementos fascistas por su proclamación de la unidad nacional española. Sin comentarios.

Y es que, como señaló el filósofo alemán Peter Sloterdijk, en su libro Ira y tiempo, este antifascismo tiene como objetivo no confesado «la salvación de comunistas y revolucionarios», «borrar las huellas que delatan qué cerca se había estado del genocidio de clase». A partir de estos supuestos, toda crítica al comunismo suponía una apología del fascismo identificado con las derechas. Quizá por ello, podemos definir, siguiendo a Samuel Johnson, esta modalidad de antifascismo, por sus silencios, su apología de la violencia y su visión sectaria y sesgada de la historia, como «el último refugio de los sinvergüenzas».

Pedro Carlos González Cuevas es historiador y profesor titular de Historia de las Ideas Políticas y del Pensamiento Político Español en la UNED. Autor de Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días.

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