‘Anumerismo’ por decreto

El proyecto de la nueva Ley de Educación ha generado, en los inicios de su debate en el Congreso, lógica inquietud en el sector educativo, al deducirse de la redacción del proyecto la no obligatoriedad de las matemáticas en algunas de las ramas del bachillerato. En el futuro cercano, el mercado laboral requerirá una sólida formación científica en distintas áreas, de la que las matemáticas son una parte fundamental. Las matemáticas desarrollan habilidades imprescindibles para entender la complejidad del mundo, para acceder a los conocimientos de muchas áreas científicas, pero también para navegar por la vida cotidiana como ciudadanos, gestionar un presupuesto, entender las condiciones de una hipoteca, identificar noticias falsas, sesgadas o imprecisas...

El rigor científico, del que el conocimiento de las matemáticas es un indicador más, no puede quedar restringido a algunas áreas de conocimiento —en los estudios y en la práctica profesional— y no debe darse por perdido en otras. Minimizar la formación científica escolar en las ramas de humanidades y ciencias sociales, por un lado, y arte, por otro, lleva a la devaluación de esos estudios en la medida en que restringe las opciones formativas disponibles posteriormente para los alumnos que las cursan y fomenta un peligroso anumerismo en la sociedad. Por otra parte, que los contenidos humanísticos, artísticos y sociales queden progresivamente jibarizados en el currículum de las ramas técnicas —erróneamente, en mi opinión, conocidas como “ciencias”— les priva del desarrollo de competencias fundamentales para entender los matices del mundo en el que tienen que aplicar su conocimiento.

En un contexto de cambio tecnológico en el que la automatización implica retos evidentes para la formación, puede que haya tentaciones de adelgazar el currículum educativo en secundaria, reforzando el peso de las materias instrumentales, fomentando la movilización de competencias analíticas o priorizando tratamientos más profundos de los contenidos —menos dispersión de temas, más calidad y madurez en su enseñanza—. Pero esta dieta, que puede tener sentido si se diseña bien, en ningún caso puede hacerse a costa de socavar la formación en competencias básicas —lengua, matemáticas—, y tampoco desvinculando la formación personal de los estudiantes de las materias menos técnicas, especialmente en etapas en las que la educación no debería estar excesivamente especializada. La erudición, denostada en ocasiones por las ciencias duras, está en peligro de extinción en la escuela y en la universidad. Se debe tratar de intensificar la utilidad práctica de todas las áreas de conocimiento para maximizar así la empleabilidad de los estudiantes y lograr que haya transferencia real entre la generación de conocimiento y el bienestar económico y social, pero hay disciplinas que deben existir, en la escuela y en la universidad, independientemente de su utilidad práctica.

Compartimentar el conocimiento en la escuela no es un buen negocio para nadie. Empobrece las ciencias sociales minimizar la presencia de las matemáticas en la formación escolar y universitaria, de la misma manera que daña a las disciplinas técnicas, también en ambos niveles, no contar con una perspectiva humanística del mundo. La separación y la hiperespecialización temprana de los saberes solamente contribuyen a suscitar la desconfianza de unas disciplinas hacia otras, en lugar de fomentar el respeto, la admiración y el interés por encontrar visiones complementarias de los problemas y soluciones cooperativas ya desde la escuela.

Cómo no van a llamar los adolescentes de la opción científica retrasados a sus compañeros de ciencias sociales y humanidades si perciben que en esas ramas se les aparta sistemáticamente de los saberes técnicos, convirtiéndolos en individuos discapacitados para ciertos análisis relativamente básicos. Y cómo no van a considerar los alumnos interesados en la literatura, la filosofía o las artes incultos a sus colegas de la rama de ciencias si a estos se les priva del disfrute de estas materias desde bien temprano, ya porque se entiende, equivocadamente, que no las necesitarán en su desarrollo profesional o porque se concede que son más aficiones de diletantes que conocimientos serios.

La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto la centralidad del conocimiento científico en la sociedad contemporánea y la necesidad de fortalecerlo y financiarlo. Y ha evidenciado que las necesidades que tenemos como sociedad precisan de conocimiento riguroso en todas las áreas por igual. La misma competencia técnica que se requiere a la ingeniería para diseñar contra reloj ventiladores durante el pico de ingresos en las UCI, o a la virología para entender las propiedades de la covid-19, se le debe exigir a la ciencia social para abordar el análisis de la brecha educativa que el cierre de las escuelas agranda, o de las normas sociales durante el confinamiento. Para todas ellas es necesario conocer el método científico. La misma importancia para el funcionamiento de la sociedad tienen los profesionales de la salud, que han tratado de mantener el bienestar de los cuerpos, como los profesionales de la cultura y las artes, que han contribuido tan claramente al bienestar de las almas. No hay disciplinas menores, no las tratemos como tales.

Leire Salazar es profesora de Sociología en la UNED.

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