Aparquemos lo urgente...

Aunque sea por breve plazo, vamos a centrarnos en lo verdaderamente importante. Y es que llevamos demasiados años, atendiendo el ajetreado día a día sin exigir a nuestros gobernantes, de una manera contundente e inaplazable, profundizar en lo vital. Por ejemplo, la reforma de la Justicia: una de las reformas -junto a la Educación- más importantes y necesarias de nuestra arquitectura institucional. Una vez más, sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, pero no tardamos en difuminar sus ecos, olvidar su mensaje y volver por donde solíamos. Así, todo el debate suscitado el año pasado entorno a la Justicia culminó en un pacto entre partidos que, lejos de acabar con sus problemas, abunda en los errores del pasado.

Es opinión mía personal -y, por tanto, aunque bien formada, siempre discutible- que tan trascendental institución abandonó, bien a su pesar, el espíritu constitucional allá por el año 1985. Fue, en aquel entonces, arrastrada por un Gobierno ávido por controlar hasta el menor resquicio de poder. Desde aquel día y hasta hoy, ha quedado anclada, y bien anclada, a los intereses partidistas de unos y otros sin exclusión. Los sucesivos gobiernos de España han maquillado sus actuaciones en este campo bajo el manto protector del sacrosanto pacto parlamentario que oculta a los ciudadanos -y no mucho, por cierto- es el reparto ilegítimo de un Poder que no les corresponde.

Oigo con estupefacción creciente las declaraciones de algunos políticos afirmando que lo que los jueces quieren es ¡estar por encima del Parlamento! Quien tales cosas afirma pone de relieve su concepción absolutista del poder y un curioso conocimiento de las reglas democráticas. Es cierto que toda legitimación en un sistema democrático procede de la soberanía popular, pero no es cierto que quien resulta elegido para algo por ese pueblo ostente «toda la soberanía y representación» de ese pueblo para todas las cosas. Ni siquiera el Parlamento. En nuestro caso, como en el de todos los sistemas democráticos que se precien de tales desde los días del malogrado Montesquieu hasta ese fatídico 1985, funcionaba la conocida «división de poderes». Nuestras Cortes, elegidas en julio de 1977, negociaron, redactaron y aprobaron una Constitución que fue luego refrendada por la inmensa mayoría del pueblo español. En su articulado se instauraba esa división de poderes, pero de tal forma que, al final, dos de esos poderes -Legislativo y Ejecutivo- quedaban en las manos del vencedor en las elecciones. En esa situación, el tercer Poder, el Judicial, más que en un Poder, se convertía en un «contrapoder». A través de la vigilancia del cumplimiento de la Ley, garantizaba al pueblo soberano que no se produjeran abusos al menos, esa era la idea.

Como decía más arriba, algún político con escasa solidez democrática -lo digo bien claro para que nadie me acuse de insinuar nada- pretende evitar ese control y ese contrapoder embridando y sometiendo el Poder Judicial al poder político. A quien eso mantiene, le recomiendo -y lo digo con toda humildad y respeto- la lectura del artículo 117 de la Constitución Española todavía hoy vigente.Dice así: «1.La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. 2.Los Jueces y Magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados, sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley.».

El espíritu y la letra de este artículo nos dicen que el vínculo del Poder Judicial con el pueblo es directo y que su hilo conductor no es otro que la Constitución. Nos dicen que ese poder debe ser independiente del poder político, precisamente para garantizar que no sea manipulado por los propios políticos en beneficio de espurios intereses y que, por tanto, no es el Parlamento quien debe ejercer ningún tipo de control fuera de la propia Ley; antes bien, debe este garantizar su independencia organizativa, de acceso y de gobierno a través de la Ley. Nos dice también que para garantizar esa independencia, sus integrantes deben ser inamovibles, es decir, que no pueden ser removidos de forma arbitraria, pero que son responsables de sus actos, debiendo por ello establecer -el propio Parlamento- un sistema de depuración de responsabilidades que, integrado en su sistema de gobierno, no invalide su característica esencial: la independencia. Quedan fuera de este ámbito las actuaciones delictivas de un juez que, como todo ciudadano debe rendir cuentas ante los tribunales. Pero quizá, lo más importante sea el final del primer epígrafe: «están sometidos únicamente al imperio de la ley», no al imperio del poder Ejecutivo o al del Legislativo, sino al imperio de la ley. Y es precisamente esa Ley, esto es, el desarrollo de ese precepto constitucional, el instrumento que han venido utilizando los partidos políticos para -de forma ilegítima insisto, por entender que se usa la ley para evitar su cumplimiento- controlar de forma efectiva al garante de las libertades públicas y controlador de los poderes establecidos en nuestra Constitución. No es ilegal lo que hacen los partidos, ya que el Parlamento dicta leyes que amparan su actuación, pero creo que son ilegítimas esas actuaciones, porque buscan minar la independencia consagrada en la propia Constitución y garantizarse ellos mayores cotas de poder en detrimento de las libertades ciudadanas allí establecidas y que ellos dicen servir.

Pero no sólo usan la ley, también usan el presupuesto. El permanente estrangulamiento económico que sufre la Justicia, que además de un contrapoder es un servicio público de primera necesidad, hace que la percepción de la misma por parte de los ciudadanos sea muy negativa. Me parece obsceno que estemos discutiendo cifras astronómicas para la financiación autonómica, mientras tenemos una Justicia que sigue funcionando a base de lapicero, con honrosas y escasas excepciones. Es hora de convertir en prioridad absoluta no ya sólo por convicción democrática, sino por ser también un servicio público fundamental sobre cuyo funcionamiento eficaz, se asienta la convivencia pacífica de los ciudadanos. Si hemos sido capaces de dar un acomodo más que digno a los poderes Ejecutivo y Legislativo dentro del presupuesto, me parece increíble que no se pueda hacer lo mismo con el Judicial. Nos sobran asesores políticos y nos faltan jueces, secretarios judiciales, ordenadores compatibles y eficaces... entre otras cosas. Todos sabemos que huelga la huelga, pero tienen los jueces más razón que un santo.

Adolfo Suárez Illana, abogado.