Apocalipsis ayer

Aquí, en la selva de Bach Ma, latió una vez el corazón de las tinieblas. Era 1968. Cuando sobre Vietnam se fracturaba la segunda mitad del siglo veinte. Conmigo va esa fractura. Va con todos, supongo; los de mi edad, al menos. Con todos los que nunca pisaron esta maleza, victoriosa de la guerra química, igual que con aquellos que perdieron aquí sus años jóvenes. Con los que oyeron y los que no oyeron este desasosegante sollozar de las cigarras, bajo el azogue de una luz en pestañeo. Aquí, a muy pocos kilómetros de Da Nang y Hué, pero infinitamente lejos de cualquier cartografía.

Todo, en este primordial desorden, sugiere la amenaza y se percibe despiadadamente bello: el irreal gemir de la cigarras, el cruce demasiado humano de las voces que articulan invisibles monos. Aquí todo posee el sinsentido puro –que Francis Ford Coppola hubo de reinventar, durante su rodaje, en Filipinas– de aquel apocalipsis que proyectaba en presente las páginas más asfixiantes de Joseph Conrad, las que hablan del África inaccesible del siglo precedente.

«El horror, el horror…», anota el febril expedicionario del Corazón de las tinieblas. «El horror, el horror», replica, en eco, el oficial de West Point que aguarda la visita de la muerte, que vendrá por el río, mientras lee con grave voz a T. S. Eliot, en Apocalypse Now: orilla camboyana del Mekong, trocada por Coppola en Aqueronte, el río de dolor del cual ninguno vuelve. Aquí, en medio de este vértigo de luz y ruido y de silencios súbitos, más cerca de la alucinación que de nada en cuya cartografía pueda un hombre orientarse, sucedió el fin de un mundo. Nadie lo vio venir. Vietnam fue el paraíso transubstanciado en infierno. Sin que un átomo solo de paraíso se perdiera: ominoso, por esa fascinación oscura de aquello que de verdad nos aniquila. Lo más bello, lo horrible.

Medio siglo después, cuando me adentro ahora, sin más preocupación que los mosquitos, en este magma de brillos, sombras, ruidos fracturados, súbito silencio, el recuerdo vuelve. Y, en él, más lo leído que lo visto. El recuerdo del Americano tranquilo de Graham Green, por supuesto: el indeciso enamorado que rehúye retornar al sosiego europeo, porque la muerte aquí lo ha hipnotizado. Páginas de Marguerite Duras, hija de colonos franceses arruinados en locas fantasías de diques que el mar roe, inclemente. Páginas del joven Malraux que, entre Vietnam y Camboya, maquina su metamorfosis de pícaro brillante en héroe literario. En todos ellos me vuelve esta constancia, cargada de melancolía: nada cura el pasado; aunque el escritor sueñe reinventarlo desde cero en su arte insoportablemente tenue.

Aquí, en lo inimaginable, se gestaron, hace medio siglo, las épicas mitologías de una generación. Brillante, extraña, ajena; esto es, condenada. Idéntica en cualquier lugar del occidente de Europa, Canadá o los Estados Unidos. Por hablar muy deprisa, pudiéramos llamarlos los del 68. Los que palparon –creyeron palpar– con la yema de los dedos el paraíso. Y alzaron el velo del infierno. Paradise Now era consigna idílica en la California del 67; Apocalypse Now, en gruesos brochazos blancos sobre las piedras inmemoriales de un templo camboyano, marca el camino del Coronel Kurtz hacia el horror de Conrad. Es lo que tienen todos los paraísos: envejecen muy deprisa, para mutarse en su contrario. El infierno tan sólo persevera. No hay hombre que no busque retornar a él como a un mito fundante. Ni hombre que no esté dispuesto, como el capitán Willard de Coppola, a pagar por el retorno cualquier precio: «Cuando estaba aquí, sólo pensaba en volver a casa; cuando estaba allí sólo quería volver a la selva».

Y claro que, de aquella selva de Bach Ma, del helipuerto en la cima más alta, desde la cual en vano los mastodónticos Chinook trataban de detectar a un enemigo que se movía de noche y en túneles, del espanto y la gloria, queda hoy sólo un parque temático. Parque temático es hoy el mundo. Todo en lo cual vivimos se transformó hace mucho en eso: espectáculo, diversión sin más coste que el de pagar la entrada. Vivimos en un archipiélago de parques de atracciones. Sin siquiera darnos cuenta. Vivimos. O dormitamos. Pero aquí, en este último corazón de la legendaria Annam, quien se esfuerza en mirar bajo el attrezzo hipnótico de ruidos y destellos, de serenas mariposas de color y tamaño imaginables, de chillidos de bestias que suenan demasiados humanos, del aún más engañoso sosiego del silencio, quien haya comprendido que un hombre sólo ve con los ojos cerrados, sabrá que está pisando el punto crítico en el cual nuestras vidas perdieron, hace medio siglo, la esperanza del retorno. Y asistieron a la eclosión de un mundo sin sentido.

«En las letras de rosa está la rosa…» Ya en el hotel, inapelable, el endecasílabo de Borges me golpea, a través de las palabras de la joven vietnamita que me atiende con esa cortesía en la que suenan milenios ceremoniales: «Ho Chi Minh», me ilustra con su mejor sonrisa, «no es una ciudad sólo; es el nombre de un hombre». Sonrío. Podría ser mi nieta. Y mi inglés no da para sutilezas acerca de arqueologías y mitos. Es curioso; nadie habla ya aquí aquel francés que era la lengua del Ho Chi Minh que se hizo hombre político en París. Y todos chapurrean un inglés americano. Entre los dos invasores derrotados, Vietnam ha apostado por el más fuerte; ha incorporado su lengua y ha hecho de él su socio, porque un siglo es una mota de polvo en los milenios de la amenaza china.

Sí, no sólo una ciudad. Pero en mis literarias emociones, su nombre es Saigón. Lo será siempre. Nada cambia el fantasma que habita una palabra. Los hombres son vulnerables y pasan. Las ciudades quedan. Son eternas. Lo son sus nombres, cuando sus muros ya se han derrumbado: así, Cartago, Troya… Saigón de Green, Malraux, Duras… «En las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo».

Gabriel Albiac, filósofo.

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