Apocalipsis zombi

Como era de esperar, el Gobierno se ha salido por la tangente al responder la original pregunta del senador de Compromís: “¿Qué protocolos piensa adoptar ante la posibilidad de un apocalipsis zombi?”. Pero ¿por qué no hacer el ejercicio intelectual de tomar en serio la cuestión, tratando de resolverla apelando a su simbolismo político? Desde su origen en 1968 (cuando G. A. Romero inicia el género con La noche de los muertos vivientes), la simbología del crepúsculo de la humanidad, asolada por una epidemia insuperable de deshumanización viral, se ha convertido en la principal metáfora política de nuestro tiempo, desplazando a las otras plagas simbólicas (como los vampiros o los extraterrestres) que antes amenazaban con destruir al género humano. Y su demanda es hoy tan masiva que los muertos vivientes protagonizan buena parte del consumo audiovisual en sus diversos formatos. Incluso ha aparecido un ensayo, Filosofía zombi (Jorge Fernández, Anagrama, 2011), donde se sugiere que al cine de terror protagonizado por monstruos individualistas (como el gánster, el alien o el serial killer) le está sucediendo el horror causado por estos nuevos monstruos masivos, despersonalizados y colectivistas. Pero ¿quiénes son, qué simbolizan, a quién representan estos zombis que nos aterran y entretienen poblando nuestras pesadillas políticas?

Cuando el género nació en plena guerra fría parecía que los zombis simbolizaban a los comunistas infiltrados que acechaban desde la sombra, o también al maoísta peligro amarillo. Pero como entonces la paranoia macartista ya estaba en decadencia, comenzó a sospecharse que en realidad aludían a los jóvenes estadounidenses enviados a desangrarse masacrando guerrilleros en las selvas indochinas, que luego regresaban descerebrados a casa dispuestos a revolverse contra los suyos. Y si trasladamos este esquema al momento actual que atraviesa Occidente, en seguida comprenderemos las distintas opciones que se nos presentan. Para el populismo xenófobo, los zombis son los inmigrantes y los refugiados sobre todo musulmanes que nos invaden y nos rodean, prestos a replicarse reconvertidos en masas de yihadistas sedientos de nuestros derechos y nuestra sangre. Mientras que para el populismo antiestablishment, los zombis representan a la infraclase excluida de trabajadores precarios que han sido víctimas del austericidio y corren a congregarse como un enjambre de troles tuiteros en estas nuevas masas o mareas de comuneros indignados, que ahora aspiran a hacer tabla rasa del régimen político neoliberal.

Pero los verdaderos zombis son los antiguos liberales o socialdemócratas que hoy se están reconvirtiendo al iconoclasta populismo antisistema. Para que impliquen el apocalipsis, los zombis deben suponer una verdadera amenaza para la democracia, como ocurrió en el periodo de entreguerras con bolcheviques, fascistas y nazis. Lo cual no sucede con migrantes o refugiados, ni tampoco con la infraclase de trabajadores precarios, pero sí con todos aquellos que pretenden okupar las instituciones para politizarlas y desnaturalizarlas, volviéndolas en contra de sus beneficiarios que no son sólo las élites privilegiadas sino también el común de los ciudadanos. Pues el virus político más peligroso que envenena a estos nuevos zombis no es tanto la iconoclastia antiestablishment como la desinstitucionalización nihilista, según el ejemplo de quienes pretenden sustituir la democracia representativa por la directa o plebiscitaria, amortizando con ello todas las instituciones intermedias que vertebran y estructuran la comunidad política y la sociedad civil. Los zombis son en suma todos aquellos que buscan devorar las instituciones para esclavizarlas a su servicio. Y eso es el apocalipsis, pues sin instituciones libres y autónomas no puede haber civismo ni vida civil digna de ese nombre.

Pero no deberíamos culpar de la desinstitucionalización a los propios zombis, pues ellos sólo representan el síntoma de otra patología más profunda, que es la crisis de las instituciones políticas tras ser sometidas a la primacía de la competencia de mercado. Es la cartelización de los partidos denunciada por Peter Mair, que han dejado de representar a los ciudadanos impulsándoles a pasarse al lado oscuro de la política convertidos en zombis. Un apocalipsis que proseguirá su avance mientras la política no supere su incívica crisis institucional.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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