Apología de la igualdad

Soy consciente de que cavilar sobre la igualdad del hombre y de la mujer suele ser tarea arriesgada y con escasas compensaciones. Aún así, hoy quiero aplicarme al asunto, comenzando por la decisión de nuestro presidente del Gobierno de sentar a nueve mujeres a la mesa del Consejo de Ministros. De ellas, una, en estado de buena esperanza, se ha hecho cargo de la cartera de Defensa y, como remate, ha creado un nuevo Ministerio, el de la Igualdad, con el fin, al parecer, de asegurar, en todos los ámbitos, la simetría absoluta entre la mujer y el hombre.

Y ahora el turno de preguntas, ninguna ingenua. ¿Cuáles pudieran ser las motivaciones de esas decisiones? ¿Por qué nombrar un Gobierno de más mujeres que hombres? ¿A qué conduce esta obsesión permanente por la paridad? ¿Se quiere acceder, de verdad, a la igualdad? ¿Se trata, por el contrario, de engatusar con la mera ilusión de la igualdad que puede acabar desilusionando? ¿No será, como dice Casimiro García-Abadillo, una operación de imagen muy propia de la concepción que su autor tiene de la política?

Aunque ignore la correspondiente tanda de respuestas, declaro que estoy en contra de aplaudir iniciativas como las que ha dado a luz el presidente del Gobierno. Llevo varios años, tantos como 30, interrogándome sobre la mujer y sus circunstancias y, a falta de espacio para mayores explicaciones, digo que el artículo 14 de nuestra Constitución -lo mismo que el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, triple grito de la Revolución Francesa-, por tópico que parezca, proclama un derecho inequívoco y generalizado en todas las democracias capaces de airear ese nombre con orgullo. Me opongo, pues, a que las mujeres tengan que ser, por decreto, exactamente igual que los hombres y lo mismo pensaría si fuera al revés. Me consta que la política tiene algo de representación y que sus oficiantes tienen otro tanto de actores, pero la diferencia entre un político auténtico y otro no más que figurante está en que el primero vive el drama, mientras que el segundo se queda en la farsa que los apuntadores de turno le susurran al oído. Quizá no sea necesario aclarar que uno de los peores y más descabellados afanes de aventura es el de querer gobernar un país orientándose por el espejo. Esto no es afirmación gratuita, sino constatación empírica.

Sé ya, como sabemos todos los españoles, el nombre de la nueva ministra de Defensa. Lo importante, a mi modo de ver, es la sintomatología de la designación. A la señora Chacón habrá que juzgarla no por lo que es sino por lo que haga. Cuando fue elegida, nadie apostaba un duro por ella, pero la ministra de la guerra -y de la paz- se ha destapado como una política eficaz y, capeando el temporal con buen tiento, está demostrando que es mujer conocedora de las difíciles artes de navegar en las aguas revueltas y aun contaminadas de la política. No volteemos las campanas, porque es mucho el camino que ha de recorrer, pero, como español y porque tampoco me duelen prendas, digo que los viajes de la ministra a Afganistán, al Líbano y a Bosnia para visitar a las tropas y hacerlo en muy avanzado estado de gestación es un paso que bien merece ser señalado con trazo grueso. Démosla, por tanto, -al igual que al resto de las ministras y de los ministros- un margen de confianza, al tiempo que los ciudadanos nos damos, con generosa fe, un margen de esperanza.

Una vez sentado lo anterior dicho, y supongo que sobre mi elemental y diáfano pensamiento no deben caber dudas mayores, quisiera glosar una noticia que me llena de estupor. Me refiero al incremento galopante de la violencia contra la mujer, contra las mujeres. Se han tomado medidas, pero no las suficientes. ¿Qué está pasando? Yo no lo sé muy bien y creo que, conmigo, hay mucha gente que lo desconoce. Lo que sí parece es que la sociedad se inhibe porque no sabe lo que hacer y los jueces hacen lo que la ley dice que hagan y van tirando como pueden, que no siempre es lo que los contribuyentes quieren. Como hace días apuntaba el juez López-Palop, a quien no tengo el gusto de conocer pero sí el sentimiento de admirar, la cosa tiene difícil solución. No se me ocurren fórmulas mágicas, pero entiendo que la mal llamada violencia doméstica es una herida que deja una cicatriz siempre abierta. En la violencia contra la mujer siempre hay una inmensa represión masculina. Recuerdo a Umbral decir que se pega a una mujer porque no se puede pegar al jefe, al amigo, al enemigo. La gente ha perdido el respeto a la convivencia y a la justicia, esas dos nociones que deben funcionar acordes y ensambladas. Digo yo si acaso la violencia endógena del ser humano no tiene otro remedio que la cultura, lo cual quiere decir que la violencia ha aumentado entre nosotros al tiempo que la cultura ha disminuido.

La pregunta la formulaba el director de EL MUNDO en su carta del domingo 27 de abril 2008: «¿Me puede explicar el señor presidente del Gobierno, o alguien en su nombre, cómo se entiende que el recién creado Ministerio de la Igualdad tenga entre sus prioridades y tareas velar por la aplicación de una Ley como la de la Violencia Doméstica que consagra la des igualdad penal en los términos absurdos que está a punto de validar la mayoría gubernamental del Tribunal Constitucional, según los cuales la agresión del hombre a la mujer se castiga con seis meses de cárcel y la de la mujer al hombre con tres?

Mi estimado Pedro J.: con 100 asesores cuenta el señor presidente del Gobierno y 12 doctos magistrados tiene la sacrosanta y no tan santa Justicia en el Tribunal Constitucional. Recibe, pues, esta opinión que sigue como un breve y modesto parecer que gustosamente someto a cualquier otro más fundado que el mío, empezando por el que Enrique Gimbernat nos ofreció aquí, cuando la Ley Integral de Violencia de Género no era más que un embrión. En su Tribuna Libre del 10 de julio de 2004, el maestro afirmaba que la criminalización o, en su caso, el endurecimiento de las sanciones cuando el comportamiento está ya previamente tipificado, sólo puede defenderse desde un fundamentalismo que nos retorna al autoritario «Derecho penal de autor» frente al «Derecho penal de hecho» democrático. He aquí la clave.

Cuentan las crónicas judiciales que la respuesta que el Tribunal Constitucional tiene preparada a las ciento ochenta y tantas cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por otros tantos jueces es a favor de la constitucionalidad de la ley, al considerar que el desvalor de la conducta del maltratador es más reprobable y más frecuente que la de la maltratadora. Además, parece que se va a argumentar que por delante del artículo 14 de la Constitución, que consagra la igualdad sin distingos, está el 9.2, que obliga a remover los obstáculos que dificulten la igualdad real.

Tengo para mí que la raíz del error de esa tutela penal reforzada de la mujer -que algunos llaman de «acción positiva»- a base de tipos delictivos que la protegen de modo más intenso frente a ciertos actos de violencia de sus parejas, descansa en situar a la mujer en posición subordinada respecto de su pareja masculina. El principio de igualdad entre los españoles puede vulnerarse por defecto como por exceso. En función del sexo, de la religión, del nacimiento, del aspecto físico, de la raza, o de cualquier otra singularidad semejante, todas las diferencias que se intenten arbitrar para compensar desequilibrios históricos merecen ser tachadas de contrarias a la Constitución y, en consecuencia, inadmisibles. Admitir las diferencias no permite esquivar los des atinos.

Es indudable que la igualdad del hombre y de la mujer es una de las más altas empresas capaces de definir el nuevo mundo que amanece. Hoy las notables figuras del liderazgo femenino de principios del siglo pasado se quedarían de piedra al ver lo que se ha logrado en ese campo, pese a la presencia de algunas feministas dispuestas a hacer pagar a los demás el alto precio de sus propios infortunios.

La mujer se ha ido liberando a medida que el hombre hacía lo propio y me parece importante que las mujeres no se obstinen en la cabezonería de querer tener toda la razón, piedra con la que, desde la historia de los tiempos, tropezaron los hombres. Somos mayoría los que así pensamos. Pero los juristas decimos que la razón hay que tenerla, después hay que saber pedirla y al final sus señorías los jueces nos la tienen que dar. Sin subir estos tres peldaños, de poco o nada habrá de servir el pleito. Ojo con determinadas tesis radicales, como aquella que patrocinaba la exaltada Valerie Solanas en el Manifiesto por el exterminio del hombre. En la actual y fascinante situación en que España se encuentra, a mí me aterran los niveles de estupidez -con perdón- de algunos políticos empeñados en abrir los ojos a las mujeres cuando ellas solas descubren y nos descubren el mundo cada mañana. Como diría el poeta, el hombre y la mujer triunfan o sucumben juntos.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.