Apología del disenso

La hegemonía del consenso frente al disenso ha sido el axioma que ha marcado el desarrollo de nuestra vida política durante los últimos 40 años. Y todavía hoy, son muchos los que consideran que este principio debe seguir guiando el devenir de nuestro futuro colectivo. El último en apelar a su importancia fue el rey Juan Carlos I, el pasado martes durante el transcurso de una cena de gala en el Círculo de Empresarios.

Ante más de 400 patronos el Rey emérito volvió a insistir, sin hacer mención expresa a la crisis catalana, en que “el consenso es un elemento imprescindible para la estabilidad del sistema político y social”. El consenso entendido, por tanto, como requisito fundamental de nuestro sistema institucional y, por añadidura, necesario en el cimiento de futuras reformas constitucionales que ya se anuncian desde todos los sectores de nuestro espectro político.

Surge inevitablemente la pregunta sobre la realidad de este modelo admirado por casi todos pero, como se ve, difícil de perpetuar de cara al futuro. ¿Qué es en realidad el consenso? ¿En qué se fundamenta? ¿Es en verdad el consenso una virtud política? ¿Cuáles son las reglas por las cuales funciona? ¿Existen rasgos diferenciadores o únicos que hacen especial el consenso del régimen del 78?

Son tantas y variadas las preguntas que resulta difícil contestarlas en un espacio limitado como es una tribuna periodística. Pero quizá sí, replicando alguno de estos interrogantes, se llegue a entender, en su verdadero alcance, lo que ha significado el consenso en nuestro régimen político.

En primer lugar, si el consenso fuera un principio indiscutible, una especie de mandamiento supremo y necesario, se aplicaría irremediablemente sin problemas ni oposiciones. Sería como una ley física irrebatible trasladada sin oposición al terreno de la política. Pero no es así. Ni tampoco lo fue en el pasado.

Óscar Alzaga, quizá el teórico más importante en la defensa de esta praxis, lo definió de manera precisa en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 2010: “Notorio es que lo más característico del método seguido en el proceso de discusión y elaboración de nuestra Constitución vigente es la prioridad otorgada a que las soluciones constitucionales estuviesen apoyadas sobre el concierto más amplio posible de todos los grupos parlamentarios dotados de un peso significativo. Este clima de pacto y entendimiento fue rotulado como el consenso por los medios de comunicación y la opinión pública… Fue un proceso difícil”. Alzaga, en su exposición, resume la realidad de lo que ha significado el consenso en nuestro régimen: un pacto o acuerdo político. Pero va más allá.

El antiguo dirigente democristiano describe el consenso de la Transición como “acuerdo originario” del nuevo régimen, al cual atribuye cuatro rasgos fundamentales. Primero, se asienta como un ideal superior de valores y principios de carácter homogéneo. Segundo, es el factor de organización de los poderes del Estado “este consenso debe de ser pleno pactándose plenamente las reglas de juego”. Tercero, lo anterior no supone la posibilidad de la existencia de distintas “políticas de Gobierno” (sólo faltaría eso). Y por último, establecer una “Constitución elástica”: “El consenso, por lo demás, facilitó la elasticidad de la Constitución y, de modo natural, marginó las fórmulas que pudieran hacerla inelástica, lo que posibilitó en alguna medida su vigencia duradera en el tiempo, pese al cambio de circunstancias” precisó el catedrático de Derecho Político.

Como vemos, en España el consenso ha superado el sentido social y natural que conlleva el término trasladando su significado y su aplicación al terreno político. El consenso en su sentido social, como acuerdo que evita el conflicto frente al disenso, asumido como enfrentamiento y antesala de una disputa, hace que el primero frente a su antónimo tenga ganado a su favor el apoyo de la opinión pública. Pero en nuestro país, por el único interés de nuestra clase dirigente, se han confundido los términos.

Lo propio de la libertad política es el disenso, mientras que lo propio del orden social y de la paz es el consenso. El consenso solamente es verdadero si es social. Hablar de consenso en el terreno político es falsear la realidad. Pero en nuestro régimen el sentido que se dio al consenso fue eminentemente político y tuvo un carácter fundacional (“acuerdo originario” en palabras de Óscar Alzaga). Es la transacción política que da origen al régimen del 78: el acuerdo entre los herederos del franquismo con la izquierda y los nacionalistas. Ese pacto de régimen dio origen a la Constitución y ha funcionado, hasta hoy, como la auténtica “ley fundamental” de nuestro sistema. Pero la división dentro de la izquierda y los últimos acontecimientos en Cataluña han certificado que esta forma de regular nuestra convivencia, tal y como la hemos conocido hasta este momento, ha saltado por los aires.

Hay que recordar que el origen de la utilización del consenso fuera del ámbito social, que es lo propio de él, fue religioso y nada tuvo que ver con la democracia. El consensus es un concepto utilizado tanto por la teología católica como por la protestante y se refiere a la unidad de sentencia respecto a un punto dogmático conflictivo entre los Padres de la Iglesia, los teólogos o las Iglesias cristianas. Fue un término aplicado a las fórmulas teológicas de acuerdo entre varias ramas o Iglesias particulares de la Reforma protestante. Como ejemplo, el Consensus Genevensis de 1552 o el Consensus Tigurinus de 1549.

Era el consensus entendido, por tanto, fuera del ámbito social como método para alcanzar acuerdos y evitar fisuras dentro de una estructura de poder. La finalidad era eludir los conflictos teológicos que derivaban, la mayoría de las ocasiones, en cismas eclesiales irreconciliables. El objetivo era buscar la llamada “solución por consenso” para mantener la unidad de poder y evitar la agresión teológica interna. Y es, en este mecanismo de búsqueda del acuerdo para evitar el conflicto, donde está la clave de su significado político: una decisión por consenso no requiere un consentimiento activo de todas las partes, sino más bien una aceptación en el sentido de no-negación de las mismas.

No se trata, por tanto, de la consecución de un máximo común denominador, ni del mínimo común necesario entre diferentes fuerzas que intentan llegar a un acuerdo. En el consenso, no nos encontramos ante un acuerdo democrático, ya que no se tiene en cuenta la supremacía de la mayoría. Tampoco se trata de un pacto de igualdad, al no estar suscrito inter pares, entre iguales, ya que ordena e impone una situación de poder con posiciones políticas desiguales entre sus firmantes. No implica, por tanto, un consentimiento activo de todas y cada una de las partes, sino, como ha quedado señalado anteriormente un compromiso de no-negación entre todas ellas: para perpetuar la virtud de una unidad de poder, no se excluyen las posiciones de ninguno de los integrantes de esa unidad.

Es por eso que el consenso se sigue entendiendo en nuestro país en su vertiente práctica, que es estrictamente política, y no en su concepción filosófico-jurídica y mucho menos sociológica que sí conlleva el término. Cuando nuestros políticos hablan de consenso, con el rey Juan Carlos a la cabeza, no utilizan el término para abogar exclusivamente por el entendimiento social. Lo que ellos están reclamando es la necesidad de un pacto político. Y es aquí donde se encuentra la manipulación y la tergiversación interesada del término. Para nuestra clase dirigente, el consenso es “un pacto político entre ellos”. Un acuerdo de poder por encima de la sociedad y al margen de ella y al que sólo tiene acceso los contratantes del mismo, quienes además se reservan su aplicación, interpretación y reformas de cara al futuro.

En una situación de crisis de régimen como la que estamos viviendo, donde tanto el “consenso como ideal” (siempre discutible) como el “consenso originario” (plenamente cierto en nuestro pasado) han dejado de existir por la fuerza de los hechos, sería absurdo, además de antidemocrático, mantener la entelequia de que las futuras reformas políticas se deban sustentar en las “reglas de juego del consenso”. ¿Por qué? ¿En qué tratado de Teoría Política o en qué artículo de la Constitución está escrito lo anterior?

Es verdad que nuestra norma suprema exige mayorías amplias para activar mejoras y correcciones institucionales. Pero esas mayorías amplias están en la sociedad, en el pueblo español que es el único sujeto de soberanía. Por lo tanto, solamente habría que invocarlas y activarlas. Alcanzar la libertad constituyente, sería lo único verdaderamente democrático. Por todo ello, en este momento político nos movemos ante dos alternativas: o consenso y más régimen de poder para el Estado de partidos actual, o disenso y libertad política para el pueblo español. Yo defiendo lo segundo.

Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).

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