Apología del liberalismo radical

La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra
La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra

El 27 de febrero de 2021 publiqué en EL ESPAÑOL una tribuna llamada “Ultracentrismo: Un manifiesto radical”, sobre un concepto político que aparenta una contradicción en términos. El centrismo liberal clásico es la antítesis del radicalismo y de cualquier política que merezca calificarse como ultra.

Por otra parte, el término ‘manifiesto’ podría resultar discordante, dadas las connotaciones marxistas que muchos quizá le atribuyan. (Conste que también era un manifiesto la Declaración de Independencia de Estados Unidos, redactada 72 años antes del panfleto de Marx y Engels.)

Pero ¿qué es el centrismo liberal clásico o, si se prefiere, el liberalismo centrista clásico? Cientos de miles de españoles no lo saben. Para empezar, en España la palabra ‘liberal’ es una anguila escurridiza que el gran público parece incapaz de atrapar. Dependiendo de quien lo pretenda, la misma palabra es sometida a campañas de amor y odio por multitudes de personas que a menudo no tienen la menor idea de lo que significa.

El término "liberal" procede casi directamente del latín. Liber significaba en la Roma imperial "libre, sin restricciones" y estaba asociado a la libertad de expresión y a los derechos adquiridos con la mayoría de edad. Y liberalis definía a la persona "noble, cordial, generosa" En los siglos XVI y XVII se usaba en Francia con ese poso latino de "persona independiente y osada en sus opiniones y actos".

Lo que lanza la palabra por la senda política es la Revolución Francesa. En España una parte de los ilustrados se afrancesaron hasta el punto de que Juan Pablo Forner describía así el politiqueo de los últimos años del Madrid dieciochesco: “En el café no se oye más que batallas, revolución, Convención, representación nacional, libertad, igualdad; hasta las putas te preguntan por Robespierre y Barrére”.

En Reino Unido, también a finales del XVIII, los tories llamaban liberal, con cierto desprecio dado el estigma francés de la palabra, a todo rival político abiertamente favorable a las libertades individuales. Para otros británicos, los liberales eran los partidarios de mejorar la sociedad desde el gobierno y, por extensión, las personas libres de prejuicios, dispuestas a cambiar las tradiciones por nuevas ideas y reformas.

Pero fue en España donde el vocablo liberal se oficializó, en las Cortes de Cádiz que fraguaron la Constitución de 1812. 'La Pepa' llegaba un par de décadas después de la estadounidense y de la francesa, pero duró poco, porque Fernando VII la derogaría en 1814 para ser absolutista sin estorbos.

La impronta española del texto de Cádiz es, precisamente, la noción del liberalismo político ideada por sus autores. Aquel escrito revolucionario buscaba un cambio medular en la organización del Estado y en el reparto del poder político, al recaer la soberanía en la Nación y no en el rey.

La primera Constitución española contenía varios de los preceptos democráticos hoy normalizados: la separación de poderes, el sufragio universal (masculino, eso sí), el derecho a la propiedad, la ciudadanía, la libre empresa, la libertad de prensa y la abolición de los señoríos. Fue breve, pero se consideró una de las más avanzadas de su tiempo. Entiéndase, una de las más liberales.

Con este bagaje sale el término liberal de Europa y llega a Estados Unidos, donde adquiere su propia dimensión. En 1920, Guy Emerson escribía en su ensayo La nueva frontera: Un estudio del espíritu liberal: “La mentalidad que se ha dado en conocer como ‘liberal’ requiere unas vigorosas convicciones, una tolerancia de las opiniones de los demás y un persistente anhelo de un progreso razonable. Esta manera de entender la vida ha tenido en nuestra historia nacional un papel notable y constructivo”.

En efecto, el liberal estadounidense Bo Winegard define hoy el centrismo como la doctrina que aspira a lograr el progreso social y político empleando “la cautela, la templanza y el compromiso, rechazando el extremismo, el radicalismo y la violencia”.

Toda esta declaración de intenciones del liberalismo clásico es tan inobjetable, sin embargo, como el actual contexto político español es objetable. En otras palabras, la versatilidad del centrista liberal le debe permitir conservar su prudencia ideológica, pero con una capacidad crítica que pueda tornarse hipercrítica si las circunstancias lo requieren.

En un sistema político funcional que respeta las normas, el centrista liberal será un ser racional y empático, un entusiasta de la crítica positiva y del debate provechoso. En un régimen disfuncional, populista y extremista, el liberal deberá radicalizarse en defensa de la democracia que ampare los derechos y las libertades de todos y de cada uno.

Gabriela Bustelo es escritora y periodista.

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