Apostando por la Monarquía

He podido leer en esta misma página, en fechas recientes, dos buenos artículos sobre nuestra actual Monarquía. El primero de ellos, del Director de este diario, analizando con rigor los pasos que habría que dar en una inevitable reforma de la vigente Constitución para llevar a cabo el pregonado anuncio de la equiparación entre hombre y mujer en el orden sucesorio a la Corona. En el segundo, ese buen Rector y mejor constitucionalista, Pedro González Trevijano, daba sagaces vueltas al tema de la legitimidad monárquica en nuestros días. Sin el menor ápice de discrepancia con ninguno de los dos, debo confesar lo que sigue. En el de José Antonio Zarzalejos me extrañó e impactó la alusión que hace al amarillismo de algunas obras o noticias sobre el actual Monarca, denuncia que luego he comprobado. Y en ninguno de los dos he encontrado la que juzgo como causa principal de que eso esté ocurriendo ahora, de pronto y sin que el asunto tenga alguna justificación. Sin tener el menor reparo en hacer confesión de decidido partidario de la actual Monarquía, me ha parecido grato deber añadir algo más, muy lejos, igualmente, de cualquier tipo de polémica. Cada uno que piense y diga lo que estime conveniente. Estos párrafos van por otro camino.

Ante todo, estamos ante algo que se veía venir. Durante todo el año pasado y hasta en los primeros meses del presente, la opinión pública española ha estado envuelta en una amplísima campaña que ha tenido por objeto la conmemoración del 75 aniversario del advenimiento de la Segunda República. Para evitar malos entendidos aclararé que yo mismo comencé a estudiar dicho régimen nada menos que en 1962, cuando la empresa no tenía nada de fácil, ni desde el punto de vista político (su fruto, una tesis doctoral leída a comienzos de 1964 no pudo ver la luz hasta cinco años después por veto del entonces ministro de Información), ni de la facilidad para encontrar datos concretos. Luego han seguido cinco libros más y cerca de veinte artículos científicos. De aquí que no seré yo quien critique el citado recuerdo. El conocimiento de nuestro pasado, lejano o cercano, es casi una obligación moral. Ocurre, empero, que, bajo la denominación de Memoria Histórica, las cosas han ido mucho más allá del estudio y el recuerdo. Los excesos durante la guerra civil (vistos solamente desde una de las partes en litigio) y del posterior franquismo (rápidamente llamado «fascismo» y «genocidio») han tenido poco de científico. Otra pequeña advertencia: jamás he pertenecido a nada que tuviera que ver con el franquismo. Lo que se ha conseguido es resucitar rencores que estimábamos superados. Allá cada cual con su responsabilidad.

Pero, claro, a fuer de «magnificar» lo que también tuvo sus ahora silenciadas zonas de sombra, el resultado, querido o no, ha sido la minimización de lo que no es república. Es decir, la Monarquía. Cuando se ensalzan hasta el infinito a los altos, rubios y con ojos verdes, falta un corto paso para minusvalorar a los morenos, de estatura corriente y ojos negros. Sí. Se veía venir. Y en el olvido queda un importante discurso de Don Juan Carlos queriendo ser el Rey de todos los españoles, de los antaño vencedores y vencidos, apelando a la soberanía del pueblo, reconociendo las diversidades regionales y rechazando claramente todo tipo de revanchismo. De igual forma la amnesia llega a su papel de «motor del cambio», a su actitud y discurso en un triste 23 de Febrero, a su muy importante labor de prestigio para España en sus plúrimes viajes internacionales, a su buena conexión con el gobierno socialista de Felipe González y a tantas y tantas pruebas más de su bien hacer, siempre en el marco que le fija la Constitución. Entonces, ¿tan perversa está siendo nuestra Monarquía?

Con todo, hay otro aspecto que me preocupa más. Queda reflejado, sobre todo, en las generaciones que ya han nacido y vivido en democracia. Y se puede traducir en una breve pregunta: ¿por qué un Rey que «yo no he elegido»? Es decir, la extensión del principio democrático, con la inseparable compañía del sufragio universal, a la institución monárquica. Es posible reconocer la buena fe de quienes así preguntan: quieren una República con un presidente elegido «por el pueblo». Pero esta supuesta buena fe choca con algunos argumentos fundamentales.

El reconocimiento y universalización del principio democrático, como único principio legitimador de los regímenes políticos, tiene un nacimiento bien cercano. El final de la segunda Guerra Mundial y el triunfo de las democracias. Segunda mitad del siglo veinte. Bien poco antes, «lo moderno» era justamente lo contrario: el totalitarismo. Y desde siglos atrás, principios legitimadores habían sido el gobierno de los mayores (gerontocracia), de los jefes religiosos, de los caudillos vencedores de guerras (piénsese nada menos que en el Imperio Romano), etc., etc. Max Weber los estudió hace tiempo. Por otra parte, el nacimiento de las grandes naciones se ha debido, a lo largo de la historia, al resultado de batallas o a las uniones de familias regias, como bien puede recordarse en la excelente obra de Paul Kennedy («Auge y caída de las grandes potencias»).
Quiero destacar con esto, que el principio legitimador de una Monarquía no es el sufragio, incluso suponiendo que, efectivamente, éste fuera universal y no obra de unas Cortes o Asamblea dominadas por los partidos políticos (de ahí siempre saldría «alguien» obra de pactos previos y siempre sometido a los deseos de dichos partidos). La Monarquía tiene como principio la legitimidad hereditaria. Será llamado a reinar aquél o aquella persona a quien, por ese principio, por lo demás recogido constitucionalmente, corresponda hacerlo. Puede no gustar, pero así ha sido durante siglos. No rompamos el ámbito de la democracia, que lo tiene, y que aquí no llega. Como no llega al funcionamiento interno del Ejército o a los resultados deportivos. Ni debiera llegar a la Universidad, claro, en la que debe primar la meritocracia y no la suma de votos.

¿Y la sucesión? Tampoco veo problema alguno en nuestro caso. El actual Príncipe de Asturias será llamado a reinar, en su día, como también reza en la Constitución. Y tengo para mí que Don Felipe de Borbón será uno de los Reyes con mejor preparación en nuestra historia. Dos carreras universitarias, un Preuniversitario en Estados Unidos, un prestigioso Master en Georgetown (U.S.A.), una excelente labor en la representación de España en viajes oficiales (a veces, incluso, deshaciendo entuertos por otros cometidos), un continuo acercamiento y conocimiento de nuestro país y sus problemas y hasta una absoluta discreción. Creo que el Príncipe tiene ya mucho ganado, no del Trono (que es algo que recibe), sino de la opinión pública. En su actuar, uno encuentra ya bastante del consejo del mismísimo Maquiavelo o de nuestro Saavedra Fajardo: «Cuide mucho el príncipe de que sus obras y acciones sean tales que vayan cebando y manteniendo estos espíritus» que forman la opinión pública. Y todo ello sin más precepto que el que tiene en la actualidad una Monarquía de acuerdo con la Constitución. Esto es lo que importa, y no la suma de pactos o de votos, propios de otros terrenos de la política. De aquí, la apuesta por la Monarquía que hoy realizo sin que nadie melo haya pedido.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.