Para los políticos y comentaristas escépticos y cansados del estado de las cosas del mundo, no hay nada como estar en contacto con gente joven, inteligente e idealista para sentirse un poco mejor acerca del futuro. Acabo de tener esa experiencia entre los delegados a la edición 22 de la Conferencia de Modelo Mundial de las Naciones Unidas WorldMUN, en la que 2.000 estudiantes de todos los continentes y culturas se reunieron a hablar de la paz, el desarrollo, los derechos humanos y el papel que la ONU debe desempeñar para garantizarlos.
Lo que más llamó mi atención fue la pasión que esta generación de futuros líderes sentía sobre la importancia y capacidad del sistema de las Naciones Unidas. Y tienen razón: la ONU puede cumplir lo que se espera de ella en términos de la seguridad de las naciones y la dignidad y seguridad de los seres humanos. Pero, tal como les señalé, tienen por delante una gran tarea de persuasión.
Ninguna organización del mundo encarna tantos sueños ni genera tantas frustraciones como las Naciones Unidas. A lo largo de la mayor parte de su historia, el Consejo de Seguridad ha sido prisionero de las maniobras de las grandes potencias; la Asamblea General, un teatro de retórica vacía; el Consejo Económico y Social, una irrelevancia disfuncional en gran medida, y el Secretariado una entidad alarmantemente ineficaz, por más que cuenten la dedicación y brillantez de quienes lo han representado.
Mis propios esfuerzos en pro de la reforma de la ONU cuando desempeñé el cargo de ministro de exteriores de Australia fueron de lo más quijotesco e improductivo que haya hecho en mi vida. ¿Ajustar las estructuras y los procesos del Secretariado para reducir los niveles de duplicación, desperdicio e irrelevancia? Olvídenlo. ¿Cambiar la composición del Consejo de Seguridad para que comience a reflejar el mundo del siglo 21, no de mediados del siglo 20? De ninguna manera.
Sin embargo, la ONU también me ha hecho vivir experiencias enormemente estimulantes. El proceso de paz para Camboya a principios de los 90, por ejemplo, sacó al país de décadas de infernal y horripilante genocidio y una larga y espantosa guerra civil. De manera similar, la Convención sobre Armas Químicas, producto de la Conferencia sobre Desarme realizada en Ginebra, sigue siendo el tratado más sólido de control de armas firmado jamás, especialmente en lo referente a las armas de destrucción masiva.
Tal vez una experiencia destaque por sobre las demás. En 2005, para el aniversario 60 de la ONU, la Asamblea General, que convocó para la ocasión a jefes de estado y autoridades de gobierno, apoyó el concepto de la responsabilidad de los estados de proteger a las poblaciones en riesgo de sufrir genocidio y otros crímenes y atrocidades masivas. Con esa votación la comunidad internacional comenzó a erradicar la vergonzosa indiferencia que quedara de manifiesto con el Holocausto, Ruanda, Srebenica, Darfur y demasiadas otras catástrofes similares.
Lo que se tiene que comprender mejor es la cantidad de papeles diferentes que desempeña la ONU. Sus distintos departamentos, programas, entidades y agencias abordan una amplia gama de temas, desde la paz y la seguridad entre estados y al interior de estos, a los derechos humanos, la sanidad, la educación, la lucha contra la pobreza, la respuesta ante desastres, la protección de los refugiados, el tráfico de personas y drogas, la protección del patrimonio, el cambio climático y el medio ambiente, entre otros muchos asuntos. Y lo que menos se aprecia de todo esto es su efectividad -con todas sus limitaciones- en función de los costes, en términos tanto absolutos como comparativos.
Las funciones básicas de la ONU, sin considerar las misiones de las fuerzas de paz pero sí sus operaciones en la sede de Nueva York, en las oficinas de Ginebra, Viena y Nairobi, y en las cinco comisiones regionales en todo el mundo, emplean hoy en día a 44.000 personas por cerca de 2,5 mil millones de dólares al año. Puede sonar a mucho, pero el Departamento de Bomberos de Tokio gasta cerca de la misma suma cada año, mientras que el Departamento Australiano de Servicios Humanos gasta 3 mil millones de dólares más, con menos empleados. Y estamos hablando de apenas dos entidades de dos de los 193 estados miembros de la ONU.
Incluso si se cuentan los programas y órganos relacionados (como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados) y las actividades de las fuerzas de paz (en las que participan más de 110.000 militares, policías y personal civil de todo el planeta), el coste total del sistema de las Naciones Unidas sigue siendo de solo alrededor de 30 mil millones de dólares anuales, menos de la mitad del presupuesto anual de la ciudad de Nueva York y muy por debajo de un tercio de los cerca de 105 mil millones de dólares que, en promedio, gasta el ejército estadounidense cada año en Afganistán. En 2007, año inmediatamente anterior al comienzo de la crisis financiera global, los empleados de Wall Street recibieron una suma mayor (33,2 mil millones de dólares) en concepto de bonos anuales.
La familia entera del Secretariado de la ONU y sus entidades relacionadas, junto con las actuales fuerzas de paz, llega a cerca de 215.000 personas en todo el mundo… cifra que no es pequeña, ¡pero sin embargo no alcanza a ser un octavo de los cerca de 1,8 millones de empleados de McDonalds y sus franquiciados a nivel global!
La conclusión, como lo comprendieron totalmente los jóvenes reunidos en Melbourne, es que la ONU hace rendir de manera impresionante el dinero que el mundo le destina, y que si algún día dejara de existir habría que reinventarla. Los problemas son reales, pero tenemos que recordar las palabras inmortales de Dag Hammarskjold, su segundo Secretario General: “La ONU se creó no para que nos lleve al cielo, sino para salvarnos del infierno”.
Gareth Evans, Australia’s foreign minister for eight years and President Emeritus of the International Crisis Group, is currently Chancellor of the Australian National University and co-chair of the Global Center for the Responsibility to Protect. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.