Aprender a decir no

Hemos sabido de la existencia de un funcionario, porque ha cumplido con su deber. Desde hace medio año Juan Antonio Gallo Sallent dirige el órgano administrativo de recursos contractuales de Cataluña, entidad autónoma encargada de supervisar los contratos en el sector público, que la Generalitat ha creado en aplicación de una directiva comunitaria. Pues bien, este funcionario ha revocado la decisión que había tomado el Gobierno a gran velocidad (se dice que para poder pagar las nóminas de diciembre) de adjudicar Aguas Ter Llobregat (ATLL) al grupo Acciona, dando la razón a otra empresa que también había pujado.

Lo más normal, ya que la agencia se creó con este fin, se ha convertido, sin embargo, en un notición, porque nada sorprende tanto como que un funcionario se atreva a llevar la contraria a los de arriba. El asunto tiene su enjundia, porque en nuestro país ha fallado a menudo la inspección, ya sea bancaria, fiscal, o de cualquier otro tipo, con las consecuencias catastróficas conocidas, y en este caso parece que no.

La corrupción se levanta sobre la falta de control, y si además se añade la seguridad de que nadie va a pedir cuentas, miel sobre hojuelas. Sea cual fuere el comportamiento del funcionario —por ignorancia, incompetencia, o por afán de enriquecerse— es altamente improbable que se le exija responsabilidades. Lo que sí suele tener consecuencias más desagradables es no hacer lo que se sabe que el jefe espera de uno.

No estoy al tanto de los intereses en juego, ni del trasfondo del asunto, y no descarto que el equivocado pueda ser el funcionario, o que lleve razón, aunque luego los tribunales se la quiten. Sean cuales fueren los motivos, su comportamiento ha levantado sorpresa y admiración. Conscientes de los riesgos personales que corre el que ose decir no en solitario, no es frecuente tal atrevimiento, tanto más raro, cuánta más alta sea la posición que se ocupe. Los que han alcanzado la cúspide del poder parecen ya meros autómatas, con ideas y conductas programadas de antemano. Y ello, porque, cuánto menos se disienta en el clan al que se pertenece, más rápido se asciende.

Vale la pena reflexionar sobre los riesgos de oponerse, no ya al poder político, sino más arduo aún, a la presión social de nuestro entorno, rompiendo con el entramado ideológico dominante, incluido el más recio que configuran los prejuicios. Nada parece más encomiable que atreverse a pensar por uno mismo, dispuesto a quedarse solo, si fuere preciso, al obrar en consecuencia. Al fin y al cabo, pensar por uno mismo es el precepto constitutivo de la ilustración que se complementa con el coraje y audacia que se necesitan para comportarse de manera consecuente. Pensar y actuar por uno mismo constituyen el núcleo central de la cultura europea, que en un largo proceso de secularización nos ha librado de obedecer de manera acrítica a cualquier autoridad por el simple hecho de serlo.

Eliminado el monopolio de la verdad, la Europa moderna se hace en la búsqueda de lo razonable, no simplemente de lo racional, consciente de que todo avance en la ciencia, la economía, la política —en general, en el saber y en el comportamiento— proviene de poner en tela de juicio las evidencias de turno. No hará falta insistir en que la pervivencia de la cultura europea depende, en último término, de la capacidad de decir no que adquiera y sepa mantener una porción significativa de personas.

Así como se enseña a obedecer, también hay que hacerlo a llevar la contraria. Decir no por propio convencimiento no es una virtud con la que nacemos, sino, después de millones de años en que no se diferenciaba la opinión del individuo de la del grupo, un logro tardío de nuestra cultura. Inculcar en los niños que no se replica a los padres, a los maestros, a las personas mayores, es lo propio de la sociedad estamental premoderna; en nuestra cultura moderna europea, al contrario, no solo hay que responder a todas las preguntas sin frenar la curiosidad infantil, sino formarlos de tal forma que la capacidad de disentir crezca con los años. Educar consiste en formar personas preguntonas y respondonas, libres del temor autoritario de que para no tener líos, más vale callar.

Nos decimos europeos, pero en educación, en otros campos sí, todavía no nos hemos instalado en la modernidad. Nuestro sistema educativo sigue basado en que los educandos acepten todo lo que diga el maestro, sin derecho a replicar, y por lo tanto, sin el menor interés en preguntar. Siempre me ha admirado la paciencia con que en la escuela, los institutos y las universidades los alumnos aguantan el monólogo del profesor, insulso o brillante, qué más da. Aprender a obedecer sin preguntar configura el meollo de una sociedad estamental en la que domina la nobleza latifundista, al amparo ideológico de una Iglesia también latifundista.

La crisis ha puesto en evidencia lo que muchos llevamos repitiendo durante decenios, que mientras no cambie de raíz la educación, pasando de la obediencia pasiva que obliga a aprender lo que nos echen, a una que se base en preguntar por aquello que de verdad importe al alumno, nuestro desarrollo cultural, social y económico seguirá levantado sobre pies de barro. A estas alturas no vale ya sacarse de la manga pretextos para ocultar el hecho de que nuestro sistema educativo es el principal responsable de la cifra inaudita de paro juvenil.

Junto con la democracia, la España nacional destruyó en 1936 la Institución Libre de Enseñanza, la única asociación que desde el liberalismo decimonónico había surgido para modernizar la educación, con el objetivo de integrarnos culturalmente en Europa. En 1982 volvimos a perder, tal vez la última oportunidad, de un cambio educativo en dirección a Europa.

Los socialistas llegaron al poder reclamando el cambio, y en buena parte contribuyeron a consolidar el reformismo posfranquista que había inspirado la Transición. Cierto que cumplieron en tres campos fundamentales, controlar al ejército, poniendo punto final al golpismo; ingresar en la Comunidad Europea e iniciar un modesto Estado social. Pero todo ello, dentro de la cultura tradicional heredada, interesados más en mantener controlados a los movimientos sociales, que en educar ciudadanos capaces de decir no. Se siguió apoyando una sedicente cultura popular, entendida no en un sentido machadiano, sino verbenero y trivial, sin que se diferenciase un ápice de la propuesta por la derecha. Y más grave, consolidando el modelo educativo de la Transición que privilegiaba la educación tradicional en manos de la Iglesia.

Con la crisis los españoles empezamos a ser conscientes de que lo que nos separa de Europa es, en primer lugar, un desfase cultural. Claro que por doquier quedan restos de la sociedad premoderna tradicional, pero en España son demasiados y sumamente importantes. En la educación es donde este desfase es más visible, tanto más escandaloso según se ascienda de la enseñanza primaria a la universitaria.

Muchos son los que desde hace tiempo han caído en la cuenta de que el problema central de España es la educación, pero también en que es el más difícil de abordar por las muchas implicaciones, familiares, sociales, ideológicas y políticas que conlleva. Me temo que seguiremos en la noria legislativa, dictando normas y normas siempre provisionales, sin enfrentarnos al verdadero problema de por fin educar a decir no.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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