Aprender a educar nuestros deseos

La educación es la base para edificar un proyecto personal adecuado. Y es necesario educar el deseo y el querer. El primero es anhelo, aspiración, conocimiento de algo que nos lleva en esa dirección, casi como un imán; es pasajero, transitorio, esporádico, como un chispazo que recorre nuestra mente por un rato. Querer es determinación y firmeza, pretender algo con toda la voluntad. El deseo y el placer forman un edificio común: el primero ocupa la planta baja y conduce directamente al placer, instalado en el piso de arriba; la escalera que los comunica es la imaginación.

El deseo está lleno de promesas. Tiene magia, embelesa, un tono embriagador y hechicero que nos conduce y fascina. Pero dejarse arrastrar por los deseos sin más suele ser poco maduro. Crecer es orientar la conducta en una dirección positiva; de entrada, cuesta mucho, pero a la larga nos hace personas.

El campo magnético de la afectividad forma una telaraña complejísima en la que los conceptos se cruzan, entremezclan, confunden, avasallan, entran y salen, suben y bajan, giran y vuelven a aparecer. Todo esto da lugar a una tupida red de significados en la que la imprecisión está a la orden del día, pues en la misma persona los usos, las significaciones y las andanzas biográficas cobran alcances y acepciones bien distintos.

Garantizar la vida afectiva requiere amor y conocimiento, emplazándola para que tenga el mejor desarrollo posible. Es un navío que suelta amarras y navega con el timón bien orientado, una ingeniería de vericuetos levadizos y caminos serpenteantes ajedrezados por el deseo y sus aledaños.

La afectividad es una materia singularmente maleable, difícil de apresar. Es un mar encrespado en el que casi todo salta mezclado. Todo en ella ronronea con inesperados cambios de ritmo, enriquecida por un muestrario de variados matices poblados de sombras. La plasticidad afectiva es sobresaliente.

El mundo de la afectividad está envuelto en una tenue neblina precisa e imprecisa, bien definida y excesivamente etérea. En este terreno tan movedizo es preciso definir bien los términos. Para alcanzar nuestro objetivo es importante deslindar los significados. Desear y querer son las dos caras de la moneda. Desear es anhelar algo de forma próxima, rápida, casi inmediata. Querer es pretender a largo plazo, pero sin la transitoriedad de lo anterior, especificando el objetivo, limitando los campos con la firme resolución de llegar a la meta cueste lo que cueste. Los deseos son más superficiales y fugaces. El querer es más profundo y estable. Muchos deseos son juguetes del momento. Casi todo lo que se quiere significa un progreso personal.

Parece que la inteligencia y la afectividad están casi siempre a la gresca. Lo cierto es que ir alcanzando una proporción adecuada entre ellas es una labor de filigrana. Lo que la inteligencia despierta, la afectividad parece que lo aletarga y entumece. Hay un bamboleo entre la vigilia y la somnolencia. El deseo busca la posesión cercana de algo, que se pone en movimiento sobre la marcha y tiene como motor el impulso de posesión; ésa es su dinámica: el querer aspirar a un objetivo remoto, que requiere algo concreto, bien diseñado y con la voluntad como motor, tras recorrer una larga travesía.

El problema que se nos plantea es catalogar bien las aspiraciones que emergen delante de nosotros. Unas son rápidas como estrellas fugaces en un cielo raso que pasan y desaparecen. Otras se fijan en la mente y ponen su nota inmóvil y agazapada, que consolida la aspiración. Las metas juveniles llegan a hacerse realidad si somos capaces de apresar el esfuerzo y de concretarlo en una dirección precisa. En las aguas, los ríos pulen las piedras, y éstas pierden sus aristas y se transforman en cantos rodados. La vida, con su maestría, otorga al querer su condición, meta que merece la pena. Siempre flota cerca del ser humano la tentación de abandonar la meta, cuando la dificultad arrecia y uno percibe que no debe seguir en la lucha. El que tiene voluntad consigue lo que se propone, a pesar de las mil peripecias por las que pasamos.

En el deseo, la seducción es la que manda. A partir de ahí se pone en marcha la inclinación, que va a intentar pasar por encima de muchas cosas para acceder al objetivo. Pensemos, por ejemplo, en el deseo de conocer a una persona que resulta bella, atractiva e interesante, a la que hemos conocido casualmente y que despierta en nosotros una cierta urgencia de saber quién es, a qué se dedica, qué tipo de vida lleva... Buscamos personas cercanas a ella para que nos la presenten y, mientras tanto, la imaginación va fabricando una visión de ella, con los escasos materiales de que disponemos. Y por fin se consigue acceder a esa persona. La primera vez que uno está con ella se bebe sus palabras y explora sus gestos con minuciosidad de entomólogo, saboreando su conversación. El deseo de profundizar en esa relación, que puede llegar a ser muy importante para uno, toma el mando de todas las iniciativas, deslumbrado por ese algo misterioso y especial en donde el enamoramiento puede brotar en cualquier momento.

En el querer manda el proyecto personal y la voluntad. Lo inmediato deja paso a lo mediato. Lo lejano dirige la conducta. La ilusión es el envoltorio de la felicidad. Los deseos son más epidérmicos. Querer es algo bastante más elaborado y hondo. El capricho es un deseo fogoso y exaltado, poco razonable, que pide ser saciado de manera inmediata.

Querer es la central telefónica en la que convergen todos los hilos de la afectividad. Los deseos son la clavija inmediata que nos conecta con la realidad circundante; si no se gobiernan, traen y llevan la conducta de aquí para allá con poco criterio. El querer, si no se le aplican con fuerza la voluntad y la motivación, puede quedarse a medio camino. El deseo puede representarse como un clásico balanceo de impulsos adolescentes, como la inercia del instante al borde del camino llamándonos con su tirón y algabía. En el querer hay más madurez y equilibrio; la alegría reconfortante, marina, fresca y escueta de ir marcando los tiempos para seguir avanzando y tirando los despojos de todo aquello que estorba y distrae de la trazada.

Aprender a domesticar los deseos indica equilibrio y sensatez. Que no sean un impulso giratorio, cambiante, que desplacen sus contornos en función de la excitación de cada instante. El deseo tiene algo felino, brusco, veloz, como un soplo urgente que se abre y se cierra sobre uno. En su ámbito, la provisionalidad se palpa y se toca, es casi como un reflejo. Desfilan los deseos delante de los ojos ante aquéllo que la retina refleja. La inteligencia templada, con la voluntad, discrimina su conveniencia y sabe decir que no en su debido momento.

Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría y autor de Amigos, Editorial Temas de Hoy.