Aprender de los errores

El contundente mensaje del Rey, inequívoco en señalar la culpabilidad de las autoridades de la Generalitat, no nos puede hacer olvidar los errores cometidos por el conjunto de las instituciones españolas, empezando por el Gobierno, que podían haber abortado mucho antes el desarrollo de unos acontecimientos largamente anunciados. Si la situación es de “extrema gravedad”, en palabras de Felipe VI, es porque demasiados frenos y cortafuegos han fallado. Porque no estamos ante el clásico golpe ejecutado de forma sorpresiva, urdido secretamente con el propósito de subvertir la legalidad de un día para otro. Si algo no se les puede reprochar a los partidos y entidades separatistas es que hayan escondido la naturaleza de sus planes. Tampoco se puede alegar que el cariz que estaba tomando la dinámica política en Cataluña no haya sido analizado profusamente por múltiples expertos, tanto para proponer reformas de diversa índole que pudieran encauzar el incremento de la tensión territorial como para señalar la urgencia de actuar con determinación ante la burla sistemática que de las leyes estaban haciendo las instituciones catalanas. Nada de lo sucedido ha podido pillar desprevenido a nadie y, sin embargo, los principales actores de la política española no han sido capaces de diseñar una estrategia reconocible ante la sucesión de escenarios previsibles.

Aprender de los erroresEl principal error de base que ha perdurado hasta hace muy poco, tanto en los partidos como en las instituciones del Estado y en no pocos medios de comunicación, ha sido las ganas de engañarse. En julio del año pasado, todavía PP y PSOE consideraban que la antigua Convergència del PDeCAT podía participar en el sostenimiento de la gobernabilidad y para ello a punto estuvieron de regalarle el grupo parlamentario en el Congreso que no había obtenido en base a una lectura ajustada del reglamento. En determinados círculos de poder madrileños no se ha querido asumir durante estos años las consecuencias globales del paso al independentismo del grueso de la derecha nacionalista catalana y de sus dirigentes.

Por otro lado, y sin necesidad de remontarnos a la etapa del procés que empezó con Artur Mas en 2012, los poderes del Estado han tolerado la erosión permanente de la legalidad constitucional en Cataluña, un proceso que se aceleró de forma inequívoca tras la resolución del 9 de noviembre de 2015 en el Parlament, que fue ya una declaración de independencia en diferido a la espera de los 18 meses de plazo para materializar la gran promesa. Tras el reajuste en la hoja de ruta que tuvo que hacer Carles Puigdemont para sortear la crisis de los presupuestos con la CUP, ahora hace un año, el plan culminaba con la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica. Ese autogolpe parlamentario, ejecutado finalmente los días 6 y 7 de septiembre pasados, intentó maquillar su carácter profundamente ilegítimo con una sucesión de jornadas revolucionarias en la calle con el objetivo de desbordar al Estado de derecho. Cualquier excusa ha sido buena para agitar el argumento de que España se había convertido en una dictadura. Y eso es lo que hemos vivido en estas inquietantes semanas hasta el 1-O, seguido de la inaudita “huelga nacional” del martes pasado en medio de un clima social desquiciado por la torpe actuación policial durante las votaciones. Hasta ahora hemos visto la cara mayormente festiva de esa revolución nacionalista, pero no puede descartarse un cierre violento en función del choque final que decidan los líderes separatistas. Han pronunciado demasiadas promesas de alto voltaje que han convencido a miles de catalanes que iban a votar y decidir la independencia.

Ciertamente, el procés ha conocido etapas cansinas hasta lo grotesco. Hemos asistido a una reiteración de anuncios sin consecuencias inmediatas, a una dilación del calendario desesperante incluso para los propios independentistas, y a un rediseño permanente de la táctica en búsqueda de la máxima astucia frente al Estado. Todo ello ha podido contribuir a que mucha gente fuera y dentro de Cataluña no se tomara en serio el desafío o considerase que estaba frente a una “ilusión” o un “pasatiempo” político. Sin embargo, finalmente ha quedado a la luz que estábamos ante una sofisticada técnica posmoderna de golpe de Estado que se ha servido de las instituciones del autogobierno para extender entre la sociedad catalana una dinámica insurreccional bajo la bandera del derecho a decidir y la democracia. Si algún día se hace la auditoría económica de lo que ha costado a las arcas públicas el procés, tanto dentro de Cataluña como de forma privilegiada en el ámbito internacional, descubriremos cifras escandalosas. Pero la clase política española ha sufrido una gran pereza para entender la naturaleza del fenómeno y ha preferido refugiarse en la tranquilidad de “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible” porque la Constitución no lo permite.

De acuerdo, esta vez no habrá secesión, pero la crisis a que dicho intento nos ha llevado no tiene parangón. Hemos asistido a diversas fases de negación o de parálisis por estupefacción ante la gravedad del envite. También ha habido una renuncia clamorosa al combate de las ideas y a la batalla de la propaganda. Cuántas veces no hemos escuchado con desolación que ya no había nada que hacer en Cataluña, ignorando que somos muchos más los catalanes que no estamos dispuestos a que nos expulsen de nuestro país y nos roben la ciudadanía española y europea. En muchos debates el independentismo se ha impuesto por incomparecencia del Estado, cuya debilidad ha sido pasmosa. Una esclerosis que ha afectado desde lo más básico para hacer posible el cumplimiento de la ley, empezando por los Ayuntamientos, hasta el desinterés por lo que se supone debería preocupar a los servicios de inteligencia ante el intento de destruir la unidad territorial desde una parte del propio Estado. Finalmente, se ha confiado muy poco en los catalanes constitucionalistas que han luchado contra las mentiras del nacionalismo desde primera hora y han hecho propuestas para convertir el desafío en una oportunidad de mejora para Cataluña y España.

No habrá secesión, pero sería imperdonable no aprender de los errores, empezando por que los partidos encaucen de una vez para siempre la cuestión territorial con sentido de Estado. Porque si no se hace bien, cuando llegue la hora de la reforma constitucional, no conseguiremos encauzar la crisis en Cataluña. Aunque el separatismo sea derrotado ahora con la fuerza de la ley continuará operando en la sociedad catalana. Y por eso sería insensato no construir un potente contrapeso (mediático, cultural, económico, asociativo) a la influencia del infatigable nacionalismo, que rápidamente escribirá un relato heroico de su derrota.

Joaquim Coll es historiador.

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