Bertrand Russell elaboró un test para descubrir si las personas eran pesimistas. La pregunta clave era: "Si tuviese usted el poder de destruir el mundo, ¿cómo lo haría?". Cuando se la formuló a su colega de la Universidad de Cambridge, Bob Trevelyan, este respondió: "¿De qué hablas? ¿Destruir mi biblioteca? ¡Eso jamás!".
¿Cuál es la biblioteca de Vladímir Putin? Probablemente no sea el mundo, ni siquiera Rusia. Pero tal vez, a diferencia del intelectual Trevelyan, sí le importen su mujer y sus hijos. Esa es nuestra esperanza. Porque un león herido y acorralado puede hacer cualquier cosa.
Un referente histórico interesante es lo que ocurrió en el búnker de Adolf Hitler durante los últimos días de la guerra. Hitler perdió porque, como a Putin, sus generales y asesores le tenían miedo y hacía tiempo que no le decían la verdad.
Esta anomalía cognitiva, propia de líderes ególatras que ejercen el poder a través del temor, no es privativa de dictadores, pudiendo muy bien ser compartida por más de un político occidental que se las da de demócrata excelso o de empresario exitoso.
Pero volvamos al búnker.
Cuando la guerra estaba perdida y las tropas soviéticas y aliadas cercaban Berlín, Hitler siguió negándose a reconocer la realidad, echando la culpa de todo a sus experimentados generales de Estado Mayor e incluso al propio pueblo alemán, merecedor de la derrota, por indigno, al no haber estado a la altura del desafío que suponía defender su idea del Tercer Reich.
Hitler nunca asumió su propia responsabilidad y, enfrentado a la humillación de ser detenido, prefirió poner fin a su vida junto a su esposa (dejando de lado las tesis un tanto rocambolescas que sostienen que esa muerte fue simulada y que en realidad escapó en el último momento, lo que en todo caso no le deja precisamente mucho mejor).
Más cruel incluso fue la muerte de la familia Goebbels, que asesinó a sus propios hijos antes de suicidarse.
¿Habrían apretado el botón rojo Hitler o Goebbels de haberlo tenido cerca? Sólo podemos aventurarlo, pero parece que la respuesta sería claramente afirmativa pues en su Weltanschauung, ni el mundo ni los alemanes merecían sobrevivir si era para vivir bajo otro régimen que no fuera el suyo. Hitler también tenía una gran biblioteca, a pesar de la imagen que normalmente se traslada de él. Pero probablemente, a diferencia de Trevleyan, no habría pensando en ella en esos momentos.
En todo caso, pocos años después, fallecido Franklin D. Roosevelt (nunca sabremos qué habría decidido él), Harry Truman, tras meses de intensos bombardeos sobre decenas de ciudades japonesas, y dado que ni aun así conseguía la rendición de Japón, apretó dos veces el botón rojo lanzando sendas bombas atómicas sobre la población civil que causaron más de 250.000 muertes y un número no identificado de afectados por la radiación.
Obviamente, hay diferencias con la situación actual. Por de pronto, Japón había iniciado la guerra en Pearl Harbor. Pero la cuestión es que a Truman no le frenaron las posibles victimas, su naturaleza civil ni las consecuencias a medio y largo plazo. Se impuso el principio maquiavélico de que el fin justifica los medios y se trató de dotar de valor moral a ese fin (acabar la guerra y evitar más muertes de estadounidenses) sin cuestionar los medios.
La conclusión es que existirían algunos supuestos en los que resultaría legítimo lanzar una bomba atómica, aunque el otro no la tenga. Todo depende de quién y por qué. Si bien la diferencia esencial con la situación actual es que, en la II Guerra Mundial, ni Japón ni ninguna otra potencia dispuesta a ayudarla contaba con parecido botón rojo.
Desde ese ataque, la carrera para tener la bomba atómica y no quedarse atrás fue frenética, hasta que la elite nuclear consideró que había llegado el momento de poner freno a tanto frenesí atómico.
En la actualidad, nueve países tienen bombas nucleares. Cuatro de un bloque (China, Rusia, Corea del Norte y Pakistán). Cuatro de otro (Francia, Reino Unido, Israel y el propio Estados Unidos). Y la India (patria, paradójicamente, del pacifismo gandhiano), que ni sabe ni contesta.
Se nos ha vendido la idea de que esta situación no es tan mala porque el miedo a la destrucción mutua evita la guerra entre bloques. Es decir, asegura la paz, pero sólo entre ellos, lo que indirectamente se traduce en que no es grave si muere gente de otros países o que no esté bajo su amparo.
En realidad, lo que ha provocado esta situación desigual es que si eres un país con bomba atómica (sea el que sea), el Derecho Internacional no se te aplica. Pero si no la tienes, mejor no te metes con los matones.
Hemos vivido ejemplos de ello cuando un país (Irak) invadía otro (Kuwait) y era rápidamente represaliado por la comunidad internacional, mientras esta miraba a otro sitio o encontraba una rápida justificación si China invadía el Tíbet, Rusia invadía Crimea, Israel ocupaba parte de Palestina o Estados Unidos, la isla de Granada (o el propio Irak y Afganistán).
Sin embargo, y recordando el refrán de no hay mal que por bien no venga, podemos encontrarnos ahora, con la invasión de Ucrania, ante un punto de ruptura de la Historia. Porque se ha demostrado que el rey iba desnudo: la amenaza de destrucción mutua no detiene las guerras, sino nuestra capacidad de defensa. No podemos defender a Ucrania (como sí hicimos con Kuwait, que no estaba en la OTAN) por miedo al botón rojo.
Y Vladímir Putin lo sabe.
No hace falta que Putin apriete ese botón. Basta con saber que lo tiene cerca, y que otros ya lo apretaron antes, para hacer la amenaza creíble. Reino Unido y Estados Unidos armaron a Ucrania y la animaron a hacer oídos sordos a las amenazas rusas. Ahora, ni la defienden ni acogen refugiados. Otros provocan o impulsan guerras, y Europa acoge a los que huyen de ellas (como ocurrió con Siria, Afganistán y con las guerras de África). Ese parece ser el papel que nos reservan.
Las dos últimas crisis (la pandemia y la guerra) han mostrado que no podemos considerarnos civilizados si no eliminamos todas las armas nucleares y cerramos todos los laboratorios NBS-4 (como el de Wuhan) o, al menos, reducimos su número y los ponemos bajo control de la comunidad internacional para asegurar un funcionamiento justo, limitado y transparente.
Pero seguramente el resultado será el contrario. Cada vez más países querrán tener su propio laboratorio NBS-4 o acceder a la bomba atómica para asegurarse de que no serán invadidos. España ya está en ello. ¡Quién nos iba a decir que la globalización acabaría promoviendo la libre circulación de armas nucleares y bacteriológicas!
El ser humano no aprende de su propia historia. Está escrito. Los cuatro jinetes del apocalipsis son la peste, la guerra, el hambre (que empieza, por cierto, por la escasez de grano y otros alimentos) y la muerte. Quien tenga oídos para oír que oiga.
Putin ya ha apretado el botón rojo y no nos damos cuenta. O cambiamos o probablemente merezcamos lo que nos pase.
Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.