Aprovechemos la oportunidad

Para alguien ajeno a la actual pasión catalana, el colgar y descolgar lazos amarillos adquiere ribetes de chiquillada; y, sin embargo, no augura nada bueno. Septiembre es siempre en Cataluña un tiempo de rememoración de derrotas y anhelos fracasados, de esperanzas para superarlos. Ahora puede suponer una exacerbación de todo ello, porque ya no se trata de recordar viejos horrores, sino de enfrentarse unos a otros en una lucha implacable por ocupar el espacio y hacerse visibles. ¿La causa? Ni siquiera la independencia; un pacífico comerciante sacudido por las movidas de estos días contra los lazos me comenta: “Ahora hemos puesto el doble. ¿Independencia? ¡Qué tontería, nadie es independiente hoy, es Merkel quien manda! ¡Pero injusticias, prisioneros inocentes, por ahí no vamos a pasar!”.

Para que la movilización no decaiga, el independentismo necesita proponerse constantemente metas, y la cárcel preventiva de algunos líderes le ha dado el fuelle que necesitaba para mantener las espadas en alto. Visto de cerca, el movimiento independentista es fascinante; ha evitado errores típicos de los movimientos sociales: el uso de la violencia, la división y el enfrentamiento interno, la rápida desaparición por agotamiento. Ha mostrado una capacidad de persistencia, una disciplina y una creatividad poco frecuentes. No ha podido escapar, sin embargo, a dos de los peligros que suelen acecharlo: la mala dirección política y la manipulación por parte de los partidos.

No pretendo desenredar aquí la enrevesada madeja catalana; tiremos tan solo de algún hilo: ahora sí estamos en pleno populismo, que tiene menos que ver con el color político que con en quién recae la acción. Los vínculos que en otro momento existieron entre clase y partido político, cuando se hablaba del “partido” con una fe cercana a la religiosa, se han debilitado hasta casi desaparecer en la sociedad del bienestar. El voto es mucho más “líquido”, más inestable, pero los partidos quieren seguir ganando elecciones, ¿y cómo movilizar, ya sin fieles incondicionales?

El viejo truco del “a por ellos” se instaló ya a mediados de la década de 2000, cuando ETA, como enemigo interno cohesionador, iba perdiendo fuerza. Fue entonces Cataluña y su malhadado estatuto el tema elegido como sustituto para mantener una hegemonía basada en el agravio. ¿Hasta dónde llevaría el PP su insensatez: jugar con un fuego que puede convertirse en gran incendio solo por ganar unos votos, unas prebendas? También en Cataluña hubo quien utilizó el “ellos” y el “nosotros” para no perder poder en tiempos difíciles. Incapaces de actuar de manera suficientemente beneficiosa para una amplia capa de la población, algunos partidos recurren a captar votos usando el agravio patriótico, fibra siempre sensible. El fuego prendió, en forma de desafío imposible; intervenidas las instituciones, la confrontación saltó a la calle. Cada independentista se siente responsable de lograr la independencia.

Se han activado dos mecanismos que se retroalimentan: el represor-judicial y la movilización y acción directa, cada día más visible. La suscitó primero el PP con los boicoteos a productos catalanes; la utiliza la Generalitat por medio de la sociedad civil. Política y militarmente más débil que el Estado, la Generalitat intentó sin éxito negociar, y al no hallar sino represión delegó en la gente la consecución de una independencia que todavía nunca ha obtenido en las urnas. Faltaba un nuevo actor, Ciudadanos. Nada más patético que ver estos días a Rivera y a Arrimadas en la valerosa gesta de cortar lazos amarillos, mostrando que no les importa llegar al cuerpo a cuerpo si con ello consiguen la pírrica victoria de convertirse en el partido más votado en Cataluña, careciendo de toda capacidad de solución.

Estamos en el nivel cero de la política, en un fallo total de la democracia como sistema.

La primera obligación de los partidos es la de resolver los problemas políticos y evitar que se enquisten y se agraven; su deber número uno es mantener la cohesión, minimizar los conflictos y no agrandarlos. No puede haber peor Gobierno que aquel que genera la división de la población, que es lo que ha ocurrido tanto en Cataluña como en España: no solo no se han relajado los enfrentamientos, sino que se suscitan para sacar tajada electoral.

El Gobierno de Sánchez ha generado una esperanza, ¡por fin! La solución es posible: los conflictos de fondo que nos separan son hoy más simbólicos que reales. En primer lugar, porque, efectivamente, la independencia es un sueño: todos somos interdependientes y la ilusión del “nosotros solos” raya en la estupidez en un mundo globalizado. En segundo lugar, porque en el pasado el enfrentamiento tenía bases estructurales enormes: una España agrícola dominada por la oligarquía y la Iglesia soportaba mal una Cataluña y un Euskadi industrializados, con necesidades políticas distintas a las del resto. Esto se acabó: Madrid es una capital moderna totalmente capaz de dinamizar a la sociedad española. El problema está, no en la sociedad, sino en algunas élites políticas, como hemos visto hasta la saciedad. Dejen de manipularnos, por favor. Vuelvan a la política, es su responsabilidad.

Si olvidamos las guerras de banderas, las soluciones existen: Cataluña necesita consolidar su autogobierno sobre bases sólidas, no sometidas constantemente a la amenaza de recentralización; España necesita aceptar de una vez su pluralismo interno, en un mundo en el que las amenazas para las lenguas no son ni el euskera ni el catalán, sino ser barridas por el inglés. Acerquemos la soberanía a los pueblos, a las ciudades, democraticemos la Unión Europea. Tenemos por delante tareas mucho más apasionantes que las de poner y quitar lazos de colores y mirarnos a cara de perro calculando la próxima agresión.

Torra acaba de insistir en sus propósitos, a corto término, imposibles de lograr; por ello, llama otra vez a la gente a la movilización, a que la calle obtenga lo que políticamente él no puede obtener. El independentismo hace gala de su no violencia, pero, ¿hasta dónde podrá controlar a sus bases? El unionismo tiene más tendencia a la bronca agresiva. ¿Hasta dónde será azuzado para practicarla?

Hay que llegar a acuerdos, pero para ello necesitamos auténticos dirigentes políticos, capaces de perder una o varias elecciones, si es necesario, para mantener el timón en la dirección correcta, por impopular que pueda ser en un momento. Solo con líderes y partidos capaces de anteponer realmente el interés general saldremos de este marasmo. Solo dirigentes de gran talla, capaces de pagar el precio que haga falta, podrán merecer, a la larga, el reconocimiento de quienes han puesto un gran esfuerzo en un camino que, va quedando claro, no nos lleva a Ítaca, sino al enfrentamiento y a la división. Este otoño nos ofrece una oportunidad, no la desaprovechemos, por favor.

Marina Subirats es catedrática emérita de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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