Aquel mayo del 68

Sarkozy arremetió contra el 68 en su conocido discurso de Bercy. Allí estaba André Glucksman, destacado sesentayochista, para apoyarlo en su carrera presidencial. ¿Qué fue el 68? ¿Qué pasó aquel año para que se siga hablando de él con tanto ardor, para que siga siendo un arma electoral? Es verdad que ahora estamos de cuarenta aniversario y es tiempo de conmemoraciones, de fastos y de reclamos editoriales. Glucksman justifica a Sarkozy, y se justifica a sí mismo, diciendo que sus críticas iban dirigidas por elevación a los socialistas de la era Mitterrand. Probablemente sea cierto; era una argucia para ganar las elecciones. Pero si Sarkozy acudió al 68 en un momento decisivo de la campaña electoral, es porque consideraba que seguía estando muy presente en la escena política francesa. Una encuesta reciente del «Nouvel Observateur» le da la razón: la mayoría de los franceses siguen viendo en aquellos sucesos un acontecimiento importante de la historia de su país; aún más, dos tercios de la población declara que hace cuarenta años hubieran estado del lado de las barricadas y de los huelguistas.

No le demos más vueltas: el 68 francés es ya un mito, y como tal se presta a interpretaciones diversas, contradictorias e interesadas. En ocasiones, de manera intencionada, no se trata tanto de recordar exactamente lo que fue y significó aquella crisis, aquella revuelta callejera, aquel terremoto político y social (de todo ello hubo un poco), como de crear una imagen reconocible, pero incompleta y distorsionada, a la que dirigir ataques con propósitos concretos, inmediatos. Sarkozy no hablaba de aquello sino de otra cosa, no decía lo que dijo sino lo que muchos franceses entendieron que quiso decir. Un galimatías, vamos, para alguien no avisado. Pero si nos atenemos a la realidad cruda y compleja de lo que ocurrió en el 68 en Francia comprenderemos muy bien que allí hubo «mar de fondo» que afectó a todos y a todo.

Desde luego, no fue sólo una batalla perdida de la izquierda política, fue también un movimiento profundo, un corrimiento de tierras que generó un nuevo mapa social. Pero aquellos desórdenes inquietantes no pretendían, en ningún caso, desmantelar las estructuras básicas de la sociedad capitalista. No, no se produjo una revolución; esa posibilidad era ya un puro anacronismo en el 68. El tiempo de las revoluciones había pasado en Europa (la primavera de Praga estaba a la vuelta de la esquina) y esa fue, probablemente, una de las lecciones históricamente más significativa de aquellos sucesos. Pero casi nada seguiría siendo lo mismo. Esta es la gran paradoja de aquel mayo sorprendente; se jugaba a la revolución cuando lo que de verdad se estaba produciendo era un apuntalamiento del sistema. Una vez más Lampedusa, esta vez en estado puro.

Para tratar de entender la complejidad de aquella tumultuosa e inesperada explosión, conviene recordar que en aquel mayo hubo algo más que una «toma de la palabra» fecunda y efectista en sus mensajes nihilistas y revolucionarios. Lo que diferenció al 68 francés de los numerosos sucesos que se produjeron aquel año en gran parte del mundo, fue que a la inicial agitación universitaria se sumó una oleada de huelgas de dimensiones no conocidas en Francia desde el 36. La vida económica y social del país quedó paralizada y, en algunos momentos, se vio en peligro la existencia misma de la V República. Algo así no ocurrió en México, Berlín, Berkeley o Pekín. Fue únicamente en Francia en donde al lado, y en gran medida al margen, de la revuelta estudiantil, se desarrolló un largo y profundo conflicto laboral que, para muchos sociólogos, prefiguraba las luchas sociales del futuro. Sin embargo ese mayo social ha quedado casi siempre relegado u olvidado, ya sea por ignorancia o por interés. Ni siquiera la población obrera, según la encuesta del «Nouvel Observateur», se acuerda ya de los Acuerdos de Grenelle que pusieron fin a las huelgas y consiguieron importantes avances para las clases trabajadoras. Es el mayo de «La imaginación al poder» y «Prohibido prohibir» el que sigue presente en la mitología mediática, cuando la única forma de llegar al nudo de la cuestión del 68 es, a mi jucio, profundizar en lo que sucedió en las fábricas y en las manifestaciones obreras.

Aquella crisis social sacó a la luz las claves esenciales de un proceso de larga duración en el campo sindical, en la concepción del trabajo y de la empresa, en las relaciones laborales y también en el terreno de las aspiraciones individuales y de los comportamientos sociales. La era estaba pariendo una nueva forma de vida pero dentro de unas estructuras básicas que, en el fondo, insisto, nadie trató de cambiar. En la ocupación de las empresas, por ejemplo, se respetó en todo momento el material y la maquinaria de producción: aquello sí que era una verdadera declaración de intenciones, un reconocimiento implícito del valor del trabajo y del empleo. Las relaciones estudiantes y obreros, alentadas con tanto entusiasmo por Sartre, no llegaron nunca a producirse: los estudiantes lo intentaron repetidamente, pero los trabajadores estaban en otra guerra.

El sociólogo Michel Crozier lo explicó con claridad: los franceses no se habían embarcado en aquellas huelgas masivas para poner fin a la explotación capitalista o para construir la sociedad sin clases. Lo que se estaba poniendo en cuestión era un estilo arcaico de relaciones humanas y de gestión de la empresa. Es decir, algo así como una revolución dentro del sistema; todo tenía que cambiar para que todo siguiese igual. Era necesario introducir «buenas costumbres en la industrialización» , escribió Debray, «no porque lo reclamaran los poetas, sino porque lo exigía la modernización de Francia». En otro orden de cosas, en el 68 se pudo percibir el primer y espectacular aviso de que el Estado Providencia no daba para más. Cuando en el año 81 los socialistas llegan al poder se encuentran con esta cruda realidad: la acción del Estado tiene unos límites que no se pueden franquear. Así lo reconoció Michel Rocard cuando habló del «irrealismo» de cualquier proyecto político que tratase de resolver los problemas sociales y económicos contando únicamente con el aparato del Estado. A Mitterrand le costó más tiempo entender esa lección del mayo francés, pero, finalmente, no tuvo más remedio que aceptarla.

Una determinada concepción del mundo había pasado a la historia. Quizás haya que darle la razón a Cohn Bendit cuando nos invita a «olvidar el 68» porque todo lo que se podía conseguir ya se ha conseguido. Cuarenta años después, aquel 68 sigue estando vivo, sin embargo, con sus rostros poliédricos y contradictorios, con sus interpretaciones y sus lecciones más o menos interesadas. Sarkozy lo ha traído de nuevo al debate público al atribuir los males de Francia a su herencia. Es curioso porque hay mucho del 68 en el actual presidente de la República: en sus gestos públicos, en su forma de vida, pero también en sus ideas. Sarkozy es, en el plano político, un efecto más de la larga estela de aquel mayo. Su rechazo frontal del 68 es puramente sesentayochista.

Una paradoja más. Aquel mayo es ya historia, sí, pero historia del presente, todavía.

Antonio Sáenz de Miera