Con este artículo cumplo veinte años de colaboraciones sabatinas en La Vanguardia.Algo impensable para mí e imagino que también para un puñado de lectores que salpicaron los primeros años de mi colaboración con biliosos anónimos que conservo como prueba incontestable de la miseria humana. Soy, lo confieso, recopilador de anónimos desde mi nada tierna adolescencia; el primero les llegó a mis padres cuando yo no había cumplido los veinte y mi pobre madre, que en gloria esté, se apresuró a quemarlo. Es el único que perdí. Desde entonces he tenido por norma no tratar con nadie capaz de mandar anónimos, porque son aspirantes a criminales atenuados por la cobardía. Gente vulgar y miserable, miedosa y gritona; he conocido a más de uno y confieso sin rubor que el coleccionista de anónimos tiene algo de entomólogo social.
El inicio de mi colaboración con La Vanguardia no tuvo nada de especial, ni de singular.
El director de entonces, Juan Tapia, me lo propuso de la manera más natural, nada rebuscada, que es como más de uno ha pensado alguna vez. "¿Por qué no haces un artículo semanal para nosotros? ¿Puedes empezar esta semana?".
Si la memoria no me falla, y no es coquetería sino que no tengo a mano el dietario de entonces, ocurrió durante una cena en Barcelona tras la presentación de un libro - Testamento vasco-donde intervinieron, ahora que lo pienso, tres difuntos a los que estimé.
Antonio Senillosa, Ibáñez Escofet y Manolo Vázquez Montalbán. Yo venía de una experiencia periodística traumática en Bilbao - la dirección de La Gaceta del Norte-que me había dejado la conciencia baldada y la economía exhausta.
Considero los veinte años en La Vanguardia el periodo periodístico más fecundo de mi vida y soy consciente, lo digo como elogio a quien corresponda y sin rubor alguno, de que lo escrito hasta la fecha no hubiera podido hacerlo, probablemente, en ningún otro diario de España. Sería capaz de explicarlo con algunos pelos y muchas señales, pero voy a lo que voy y no quiero detenerme en ese pantanoso e insospechado territorio que es el tener que personalizar sobre empresas y proyectos mediáticos de la competencia. Y en especial sobre la diferencia entre verlas desde fuera y contemplarlas desde dentro. Baste decir que en España sería imposible otorgar premios similares a los Pulitzer, que acaban de concederse, como cada año, en Estados Unidos. Falta ese consenso básico de profesionalidad que limita la querencia al comedero y el autobombo al que estamos atados por una tradición que prosperó desde 1939. Es difícil encontrar un gremio tan heredero del viejo régimen y tan impermeable a la revisión del pasado como el periodístico. Acaba de estallar en Alemania un escándalo de considerables proporciones al descubrirse que uno de los directores del Berliner Zeitung,Thomas Leinkauf, trabajó como confidente de la policía política durante dos años. ¿Alguien imagina que alguien pudiera sorprenderse de una cosa semejante entre nosotros? ¿Qué ocurrió con nuestros archivos? ¿Nadie se lo ha preguntado nunca a Rodolfo Martín Villa?
Y eso es a lo que voy, a preguntarme no sólo cuánto hemos cambiado nosotros en los últimos veinte años - algo evidente ligado a lo que hemos aprendido y hasta a aquello en lo que nos hemos equivocado-, sino sobre todo en qué ha cambiado el mundo periodístico, la información, nuestras ambiciones profesionales. En veinte años, en lo que va de 1988 hasta acá, el periodismo en España ha dado un giro, del que lo único que puedo asegurar es que me siento ajeno. No sé si mi generación, pero al menos yo estoy muy lejos de considerar que las nuevas tecnologías hayan introducido variantes saludables en el mundo de la información. Nunca hemos tenido herramientas tan útiles y maleables como internet, y al tiempo nunca me he sentido más lejano de ellas como instrumento social o cultural. Pertenezco a una generación que consideró que la letra impresa era la forma idónea para la manifestación de la libertad de expresión, y me mantengo fiel a esa idea. Quizá eso signifique que algunos de nosotros seamos apenas los epígonos, espurios y residuales herederos de la Ilustración y la Revolución Francesa. Pero qué le vamos a hacer, es demasiado tarde para cambiar, y además no veo ninguna razón de peso para hacerlo.
Cuando yo empecé mi colaboración sabatina en La Vanguardia gobernaba España el PSOE de Felipe González, y en todo el oasis catalán, según parece con poca agua y mucho camello, imperaba el president Pujol, que se hacía las entrevistas a sí mismo, entre otra sarta de genialidades. En la primavera de 1988 estaban tan perfectamente asentados los planteamientos políticos, que nada hacía pensar que González dejara de gobernar algún día, ni que Jordi Pujol se jubilaría si es que alguna vez se cansaba del mando, cosa difícil de imaginar. Pero la pregunta clave en esa temeraria comparación entre el ayer y el hoy no es política, sino ciudadana: ¿somos más libres que en 1988? Los recursos para manifestar la disidencia, que es la medida básica de la libertad, ¿son ahora mayores que entonces? Nuestros medios de comunicación ¿son más autónomos del poder? La pregunta está abierta y hay que atarse los machos para responderla, porque si los límites a la libertad de expresión fueran hoy mayores que ayer, estaríamos entrando en un periodo inquietante. Parecemos más ricos, más sofisticados, más soberbios, pero tenemos el techo de cristal. Cuanto más inseguros, menos libres. Un detalle: nunca se ha hablado tanto de independencia y nunca las muestras de dependencia han sido más evidentes, empezando por los independentistas de regadío. La diferencia entre realidad y discurso es tan llamativa que nos obliga a plantearnos los debates, ya sean políticos o culturales o económicos, como diferentes formas del espectáculo. Quienes trabajamos en el mundo de la comunicación tenemos el dudoso privilegio de ver las cosas desde la tramoya; asistimos al espectáculo desde dentro, y eso es una experiencia para estómagos fuertes. Yo siempre había pensado que si estábamos entre los tramoyistas era para poder contarlo y no para hacer de palmeros. Pues no, la dialéctica del espectáculo se reduce a hacernos cómplices y no testigos. Desde el momento en que es más importante el diseño que la palabra, estamos condenados a dibujar la realidad. Y cuando la palabra sirve para dibujar ni siquiera hacemos literatura, en el periodismo se traduce en humo. Me temo que hayamos franqueado la etapa de aquel pintor que vendía enlatada, y a buen precio, mierda de artista. Lo digo sin acritud, sencillamente como quien observa la trayectoria de la prensa en los últimos veinte años: me temo que con el diseño estamos vendiendo mierda de artista, con la gastronomía más mierda de artista y con la cultura mediática muchísima más mierda de artista. De seguir así y en unos pocos años, de tanta mierda de artista puesta a la venta, los medios de comunicación escritos no serán otra cosa que grandes folletos publicitarios exquisitamente diseñados.Lo jodido de periodos históricos como este es que a algunos nos pilla mayores y apenas si veremos la resaca que vendrá después, porque cuando uno cubre la realidad tras la audacia de un envoltorio, no la elimina, la tapa. Pero acabará saliendo y entonces entenderemos que estamos jugando con la información de idéntico modo a como otros hicieron con las hipotecas de alto riesgo. ¿Qué importa la realidad si la gente se traga el espectáculo por lo bien diseñado que está?
Resumiendo. Estoy hasta los cojones de los diseñadores analfabetos, de los arquitectos fantasmas, de los cocineros minimalistas, de los gastrónomos gorrones. Lo que viene a demostrar que aquel tango de marras en el que tanto creímos y que nos aseguraba que "veinte años no es nada", ese tango que compuso Gardel y que cantó como nadie Roberto Goyeneche, el Polaco,no decía verdad. Veinte años son la hostia.
Gregorio Morán