Aquella "luminosa república"

Hace unos días nuestro presidente del Gobierno ha calificado como «luminosa» la II República española. Lo ha hecho con el aplomo que es propio de quien mantiene una distancia higiénica de los libros y de la lectura y, al mismo tiempo, una cercanía intelectualmente arrasadora a los tópicos y a los tuits.

Repasemos algunos ingredientes de aquella experiencia. Puede decirse que la preocupación más acuciante de los gobernantes republicanos fue el mantenimiento del orden público, la seña de identidad más visible de cualquier Estado. Hay que decir que la República no conoció prácticamente ninguna época de tranquilidad callejera, siendo la Guerra Civil en lo que desemboca su expresión más extrema y concluyente.

Aquella "luminosa república"Así, las manifestaciones de los trabajadores del campo se sucedieron al compás de las carencias y dificultades de la vida rural en muchas zonas de España, siendo su episodio más conocido el de Casas Viejas (enero de 1933). Previamente, en agosto, de 1932, se había producido el fallido golpe de Estado del general Sanjurjo.

Como el Gobierno conocía los peligros que le acechaban, trató de dotarse en fechas muy tempranas de los instrumentos jurídicos necesarios para mantener el orden público en constantes fisiológicas normales.

Debemos a Fernández Segado (El Estado de excepción en el ordenamiento constitucional español, 1978) y a Manuel Ballbé (Orden público y militarismo en la España constitucional, 1812-1983) una cumplida explicación de la rudeza con la que la República actuó en relación con el ejercicio de los derechos y libertades individuales. En concreto, es Ballbé quien anota que las técnicas jurídicas destinadas al mantenimiento del orden público siguieron estando impregnadas de «militarismo», pues se desconoció la estrecha relación existente entre poder militar y ocupación por mandos militares de una porción de cargos civiles, como jefaturas de policía, Inspecciones generales y jefaturas de la Guardia civil, Carabineros, Dirección de Seguridad y gobiernos civiles.

Desde la perspectiva del ejercicio de los derechos fundamentales, las limitaciones de uno tan básico como el de reunión fueron desde un principio clamorosas: a los monárquicos y a los comunistas y anarquistas se les toleraba las reuniones en sus propios locales, pero no les estaban permitidas o tuvieron dificultades para las manifestaciones o reuniones legales en lugares abiertos al público. Y lo mismo ocurrió con la censura de prensa, pues el Gobierno, desbordado, daba palos de ciego; entre ellos, el muy socorrido de cerrar periódicos, convirtiendo la censura en algo tan normal que personajes muy distantes políticamente, como eran Miguel de Unamuno y Antonio Royo Villanova pidieron que se volviera a la legislación monárquica para garantizar la libertad de prensa.

La intervención militar fue constante para enfrentarse a los problemas de orden público. A veces, sin necesidad de formalidades mayores, el ejército salía a la calle a restablecer la autoridad. Por los testimonios de Azaña sabemos que Maura, ministro de la Gobernación, era un deslenguado y que soltaba bravuconadas terribles en relación con el ejercicio de sus competencias represivas, pero Largo Caballero no le iba a la zaga y su deseo de castigar excesos de los sindicalistas -anarquistas- los expresaba abiertamente, con frecuencia y con las más duras invectivas.

La ley de Defensa de la República fue la respuesta temprana al desorden y lleva fecha de 29 de octubre de 1931. Se trata de una de las primeras iniciativas legislativas del gabinete Azaña, ya dimitidos Alcalá-Zamora y Maura. Se aplicó a la misma en las Cortes el trámite de urgencia y se aprobó con escasa discusión: de hecho, la sacó adelante su mentor en cuarenta y ocho horas. El catálogo de agresiones a la República no deja un solo hueco, y frente a las infracciones la autoridad -administrativa- podía confinar o extrañar, multar, ocupar medios que hubieran podido utilizarse; a los funcionarios les estaba reservada incluso la separación o la postergación en sus respectivos escalafones. Todo ello sin posibilidad de acudir al juez. Oigamos a Azaña: «De ninguna manera, señor Ossorio, un recurso de carácter judicial. Comprenda S.S. que una decisión adoptada por el Ministerio de la Gobernación no se va a recurrir ante un juez ni ante el Tribunal Supremo tampoco».

La República no contó con una propia ley de prensa, laguna que fue resuelta por la teórica vuelta a la ley de 1883, que había sido suspendida por Primo de Rivera. Pero de poco sirvió, pues el régimen jurídico de la prensa y el ejercicio de la libertad a ella ligado estuvieron condicionados por la legislación de orden público. Ya en mayo de 1931 se produce el cierre del diario ABC-incluso Luca de Tena sería detenido- y también de El Debate. Igual suerte corrieron cabeceras de la prensa regional. Llovían asimismo las multas (Justino Sinova lo explica en La prensa en la Segunda República, 2006). Azaña, por su parte, prohibió la prensa militar porque a él le ponían como digan dueñas.

Cuando se aprueba la Constitución, una de sus disposiciones transitorias decidió la pervivencia de la Ley de Defensa de la República, considerada inconstitucional por los autores más solventes de la época (Adolfo Posada y Nicolás Pérez Serrano).

Con el lenguaje desenvuelto que le caracterizaba, resumiría Azaña el uso de sus poderes en octubre de 1933, cuando está cercano su fin como presidente: «He tenido plenos poderes... y los he empleado en poner el pie encima a los enemigos de la República y, cuando alguno ha levantado la cabeza más arriba de la suela de mi zapato, en ponerle el zapato encima».

Con todo, alguna mala conciencia debieron de tener Azaña y sus ministros porque lo cierto es que la Ley de Defensa de la República fue sustituida por la Ley de Orden público en 1933 unos meses antes de estas palabras. En ella se contemplaban tres estados anormales: el de prevención, el de alarma y el de guerra.

No es su existencia lo más relevante, sino su uso continuo desde su promulgación, de manera que lo rigurosamente excepcional fue la vigencia de la normalidad constitucional (Sevilla, Cataluña, Madrid, Zaragoza, Asturias, Huesca, Navarra, Palencia, León... conocieron el rigor de su artículado). Los tribunales militares, en el centro de la actividad represiva del Estado, se emplearon a fondo administrando su justicia.

Bajo el manto legal, las sanciones y cierres de periódicos fueron continuos a partir de las elecciones de 1933, administrados por los gobernantes radical-cedistas que actuaron con desembarazo, especialmente tras la Revolución de Octubre, período en el que se amontonaban las multas y menudeaban las suspensiones, además de incorporar modalidades directas de control que hicieron habitual y obligado en las publicaciones el letrero «Visado por la censura».

La victoria del Frente Popular en febrero de 1936 no mejoró la situación, pese a que su programa electoral había incluido la revisión de la Ley de Orden Público. Se prometió libertad de prensa y se anunció que «se limitarán los fueros especiales, singularmente el castrense, a los delitos netamente militares», lo que estuvo muy lejos de cumplirse y, por si fuera poco, las multas y cierres de periódicos continuaron su andadura habitual. Además, muchos de ellos -de distintas tendencias- sufrieron la violencia de asaltos, incendios, destrozos de maquinaria y saqueos en sus redacciones.

Por todas estas circunstancias, Azaña, como jefe del Gobierno, y después Casares Quiroga se vieron obligados a echar mano del estado de alarma y así hasta que, de conflicto callejero en atentado y de atentado en conflicto callejero se llegó al 18 de julio y a la guerra. A la guerra de verdad y sin pudibundez legal alguna.

Este es el resumen de aquella época «luminosa», en palabras del líder del PSOE, que podría ampliarse con decenas y decenas de ejemplos, expresión de actuaciones que hoy son inimaginables en la actual Monarquía constitucional española.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario. Es autor de 'Juristas en la Segunda República' (Marcial Pons, 2009)

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