Aquí, como en todas partes

Me encuentro en el aeropuerto de París el 2 de diciembre y tengo en las manos Le Figaro. El titular de portada reza: “El informe que preconiza el final de las notas en la escuela”. Y es que el Consejo Superior de Programas ha enviado a la ministra francesa de Educación Nacional, Najat Vallaud-Belkacem, un informe en el cual se propone sustituir la tradicional escala de notas sobre veinte puntos por otra de cuatro a seis “niveles de dominio” con el objetivo de reemplazar la “evaluación sanción” por una “evaluación benévola”. También en portada, Le Figaro le dedica el editorial, “Todo falso”, acusando la propuesta de “pedagogía post sesenta y ocho y de demagogia izquierdosa”. Y añade: “A la señora Vallaud-Belkacem no le gustan las diferencias. Y si no le gustan, las suprime, arrasa, nivela”. Además, califica las once páginas del informe de estar escritas en un argot trufado de palabras supuestamente sabias, enrevesadas, que no están en el diccionario, y que no demuestran nada de lo que sostiene. Y sentencia: “Es falso, ilusorio, engañoso pensar que suprimiendo las notas se acabará con el fracaso escolar”. En la página 2, Le Figaro entrevista a Michel Lussault, el presidente del consejo mencionado, y a Luc Ferry, antiguo ministro de Educación, que califica la propuesta de solemne tontería. Y, en una columna, se ironiza sobre la “evaluación por competencias”, que irrita a los profesores por todo el papeleo suplementario que comporta, y por ser un sistema desacreditado por “los antipedagogistas”.

Aquí, como en todas partesRegreso del viaje el 4 de diciembre de Montreal, y compro Le Devoir. La portada lo ocupa el siguiente titular: “Una gran niebla en educación. Hay que proscribir las grandes reformas, concluye el Consejo Superior”. Efectivamente, el Consejo Superior de Educación quebequés acaba de denunciar que la educación del país nada en pleno desconcierto, y propone la creación de un observatorio para aclarar qué pasa en las aulas. En el durísimo informe que el Consejo ha publicado sobre el estado de la educación advierte que es imposible saber qué ocurre en las escuelas porque no hay datos sobre la implantación de la reforma. Su presidente, Claude Lessard, cree que se hicieron los programas de reforma, pero nadie se ha ocupado de orientar sobre cómo implantarlos, y pide que se detengan las reformas continuadas de cada quince años. Lessard cree que los políticos, para evitar las críticas a la supresión de notas o a la repetición de cursos, han hecho cambios cosméticos que han perjudicado la reforma educativa. Su propuesta no es detener la reforma, sino ir paso a paso, y resolver enredos como el de la evaluación.

No es mi intención reabrir al debate sobre la supresión de las notas que aquí ya tuvimos hace años con aquello de “necesita mejorar” y “progresa adecuadamente”. Aquí vamos tan adelantados, pedagógicamente, que incluso ya hemos discutido si corregir los trabajos de los alumnos con tinta roja no los podría traumatizar. Tampoco voy a discutir sobre las dificultades que presenta cualquier sistema de evaluación de los resultados escolares, ahora y aquí atrapados –y obsesionados– en el modelo PISA. Y tampoco me pronunciaré sobre el curioso debate de estos días –siempre iluminados por el faro de Finlandia–, sobre la supresión de la redondilla. Una vieja historia, porque en mi Escola Social de la Terrassa de los años sesenta, si bien hacíamos caligrafía, ya no era con redondilla ligada, sino con letra de palo. En primer curso de bachillerato, con 11 años, el señor Artigues cada día nos hacía traer de casa el resumen de una noticia, escrita con tinta china y plumilla, sobre una hoja blanca sin pauta, y con letra separada. Y nunca nadie nos dedicó un debate mediático público sobre cómo quedaría afectado nuestro futuro académico por un criterio entonces ya inédito en el entorno escolar de la época. La crónica de los debates escolares francés y quebequés la he hecho para fundamentar otras consideraciones. La primera, que contrariamente a lo que solemos pensar, nuestras discusiones escolares no son consecuencia de particulares incompetencias locales, sino que se repiten en todos los países del mundo desarrollado. Y si se repiten por todas partes, quiere decir que hay grandes incógnitas compartidas sobre los procesos educativos que ninguna teoría ni ninguna experiencia es capaz de resolver de manera clara y definitiva. La segunda consideración es que los debates educativos siempre suelen estar marcados por un exceso de ideología enmascarada por unos principios sagrados que impiden observar los hechos desnudos, tal como son. Y eso, porque muchos expertos hacen esfuerzos titánicos por intentar poner los hechos observables al servicio de sus opciones ideológicas, y no las teorías al servicio de la comprensión de la realidad.

En tercer lugar, queda patente que el malestar educativo no está estrictamente ligado a los recursos. Los años de crecimiento presupuestario en nuestro país tampoco evitaron ni los debates ni las reformas continuadas. Todavía peor, no impedían la sensación –justificada o no– de una progresiva degradación que unos atribuían al exceso de plastilina en las aulas, y otros al exceso de conservadurismo del profesorado, supuestamente incapaz de acomodarse a los nuevos tiempos. Como hemos visto, en el debate francés y en el quebequés, la dimensión presupuestaria no aparece por ningún sitio, y a pesar de todo, discuten de lo mismo. Y si sistemas escolares de tanta tradición como el francés y reformas en países como en Quebec sin grandes recortes también viven con tanta incertidumbre su futuro, quizás es que ni ellos ni nosotros estamos acertando en la diagnosis de los desafíos educativos actuales.

Salvador Cardús i Ros

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