Aquilino Duque: el precio de la incorrección política

Aquilino Duque: el precio de la incorrección política

En gran medida, como dijo Hegel en su esotérica Fenomenología del espíritu, la trayectoria vital de los seres humanos es una lucha por el "reconocimiento". Lo cual es más evidente aún en el caso de los intelectuales, escritores y artistas. En la España de hoy, un intelectual inserto en una tradición de derechas suele encontrarse muy solo. Y es que las izquierdas han sido y son más receptivas a la figura del intelectual, aunque con frecuencia lo que hacen es manipularlo, aprovecharse de su valía y luego prescindir de él o, en el peor de los casos, depurarlo, enviándoles al Gulag. En el caso de la derecha, lo que suele dominar es o el desprecio, el miedo o el desconocimiento. A ese respecto, las figuras de un Menéndez Pelayo, a quien dejaron solo; de un Maeztu, al que ignoraron o vilipendiaron; o a un Ortega y Gasset, al que se dejaron arrebatar por la izquierda, resultan arquetípicas. Hoy, la derecha, tanto la vieja como la nueva y no tan nueva, desconoce la función de los intelectuales en la sociedad, o, lo que es aún más negativo, pretende seducir a las izquierdas para que le perdonen el pecado de ser lo que son, es decir, de derechas. De ahí la reivindicación que algunos amanuenses de José María Aznar hicieron de la torva figura de Manuel Azaña, quizás sin haberlo leído.

Sevillano de 1931, Aquilino Duque Gimeno, recientemente fallecido, es un ejemplo arquetípico de esta anómala situación. Fue ante todo un escritor, un intelectual de prestigio, aunque no tan conocido como debiera ser, en parte por esa actitud masoquista y cobarde de las derechas. Aunque había leído ya parte de su obra, lo conocí personalmente en febrero de 2019 cuando me invitó a presentar en la librería Troa-Neblí uno de sus últimos libros, Memoria, ficción, poesía. En la obra de Duque destaca la voluntad de estilo, su prosa clásica, clara, directa, elegante, de agradable lectura; un auténtico "placer del texto", que diría Roland Barthes; y una cultura enciclopédica.

Finalista del Premio Nadal, Premio Nacional de Literatura en 1974, Premio Leopoldo Panero de Cultura Hispánica y Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, etc; poeta, novelista, ensayista, crítico; traductor de Roy Campbell, de Camoens y de Chesterton. Entre sus obras destacan El Mono Azul, Cataluña crítica, El mito de Doñana, La luz de Estoril, El Piojo Rojo, La idiotez de la inteligencia, La España imaginaria, El suicidio de la Modernidad, Metapoesía, Crónicas extravagantes o El cansancio de ser libres. Entre su extensa producción, mi favorito es, sin duda, El suicidio de la Modernidad, sobre todo su ensayo dedicado a Antonio Gramsci, en el que demuestra que el intelectual comunista era más deudor del fascista Giovanni Gentile que del liberal Benedetto Croce; una tesis defendida igualmente por el lúcido filósofo católico Augusto del Noce; y que me ayudó a profundizar en el estudio filosófico del fascismo italiano, más tarde corroborada por los estudios de Renzo de Felice, Stanley Payne, George L. Mosse o Emilio Gentile, Muy reseñables son igualmente sus colaboraciones en revistas como Razón Española, sobre todo las dedicadas a Ernst Jünger, Agustín de Foxá, José Antonio Primo de Rivera, etc. Su posición crítica ante el discurso político-cultural y estético dominante provocó su marginación en el campo literario español.

Y es que Aquilino Duque fue un intelectual atípico, por crítico, lúcido, insobornable y libre. Amigo de autores exiliados como Rafael Alberti y José Bergamín, o de disidentes del franquismo como Gabriel Celaya, no por ello desdeñó a escritores de antagónica militancia política como José María Pemán, Wenceslao Fernández Flórez, Agustín de Foxá o Rafael Sánchez Mazas. Conservador en política y liberal en cultura; tal fue su posición. Una especie rara en la España de hoy, aunque espero que no en extinción, porque creo su obra y su legado pueden tener continuidad, es decir, crear tradición. Aquilino Duque fue de la especie de disidentes de derechas, una corriente que, a nivel de opinión publicada, tiene muy mala fama, pero que, precisamente por eso, destaca por su lucidez. Todo lo que pronostica finalmente se cumple; es una ley histórica. Duque se encontraba inserto en la corriente de crítica de la cultura de la denominada Cultura de la Transición (CT), al lado de Gonzalo Fernández de la Mora, Dalmacio Negro Pavón, Gustavo Bueno, Ignacio Sánchez Cámara, Fernando Sánchez Dragó, Juan Manuel de Prada; y pocos más. A ese respecto, recuerdo, y además conservo algunos recortes de periódico, la campaña que en 1996 se desató contra él por una inquisitorial y mala lectura de su libro Crónicas extravagantes, cuyo contenido se interpretó como una apología del "fascismo", del régimen de Augusto Pinochet e incluso del nacionalsocialismo. Y es que la actual situación político-cultural no parece tolerar no ya al disidente, sino cualquier crítica. La campaña de denuncias fue tan brutal que un amigo suyo, Fernando Ortiz, se vio obligado a salir a la palestra en su defensa, precisamente en la plataforma del pensamiento único español, es decir, en El País; y dijo: "Aquilino Duque es una paradoja andante, antifranquista y amigo de Alberti en el exilio romano, defensor del régimen de Franco cuando este régimen era ya causa perdida...A Duque se le da muy bien defender causas perdidas, caballero andante embistiendo contra grandes gigantes, que no sabe con que embeleso se travisten en molinos de viento".

Y es que en la España actual padece una implacable policía del pensamiento. Vivimos bajo el imperio de una izquierda "feliz", en el sentido que daba a esta palabra Roland Barthes, es decir, una izquierda que no ha tenido enfrente a una serie de contrapoderes ideológicos e intelectuales que pusieran en duda los fundamentos de su discurso cultural. Existen Guardianes de la Historia -como Ángel Viñas y otros- lo mismo que Guardianes del Canon Literario -los Mainer, Pozuelo Yvancos, Sanz Villanueva o el malogrado García Posada, que, por cierto, dedicó algunas páginas de su obra autobiográfica La Quencia, a Duque-, que deciden lo que es literatura y lo que no es, qué épocas hay que celebrar y cuales aborrecer. En el canon aparecen Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Vicente Aleixandre o Luis Cernuda. De él están excluidos Manuel Machado, Agustin de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, Rafael Morales, Wenceslao Fernández Flórez, Leopoldo Panero, José María Pemán, Manuel Halcón, Eugenio Montes o José García Nieto. Y ello, ante todo, no por razones de índole estética, sino política. Si aplicásemos tales esquemas a la cultura contemporánea occidental, nos quedaríamos sin autores, porque estarían excluidos T.S. Eliot, Ezra Pound, William Butler Yeats o Gotfried Benn; un auténtico suicidio intelectual. Huir de semejante sectarismo ha de ser un imperativo categórico, el único modo de encaminarnos creativamente hacia el futuro. Así, podremos celebrar junto a Antonio Machado, a su hermano Manuel, junto a Leopoldo Panero a sus rebeldes vástagos, junto a Rafael Alberti a su amigo Aquilino Duque Gimeno. Todo un reto. Que así sea.

Pedro Carlos González Cuevas es profesor de Historia de las Ideas Políticas y de Pensamiento Político Español en la UNED. Autor de Vox. Entre el liberalismo conservador y la derecha identitaria

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