Arabistas e historiadores

Por Manuela Marín, profesora de Investigación en el Instituto de Filología (sección árabe) del CSIC (EL PAIS, 13/04/04):

En una estancia reciente en un país árabe -una más de las que trato de realizar a menudo, para no perder el contacto entre lo que sé como historiadora y lo que me muestra la realidad actual del mundo árabe-islámico-, me encontré en una situación ya vivida con anterioridad pero que últimamente se repite con una frecuencia realmente incómoda. Hablaba con un embajador de España, una persona inteligente y conocedora del medio en que se movía; y todo esto, conviene subrayarlo, pasaba días antes del atentado del 11 de marzo en Madrid.

Hablábamos del islam, cómo no, del islam y de los musulmanes, del mundo árabe y de las dificultades de encajar esos conceptos en la modernidad de la que nos sentíamos representantes sin decirlo abiertamente. Y llegó ese momento, tan conocido para los que nos dedicamos al estudio científico de las sociedades islámicas del pasado -o del presente- en el que se nos reprocha, de modo más o menos abierto, que nuestra condición de "arabistas" nos impide comprender lo que realmente ocurre. Contaminados por nuestra simpatía hacia el objeto de nuestra actividad investigadora, estaríamos por tanto ciegos respecto a las máculas originarias que hacen del islam un sistema ideológico irremediablemente opuesto a la racionalidad occidental. Ya lo dice el Corán...

Fue, desde luego, inútil, que intentara explicar, en esa conversación con el embajador, cómo el estudio de unas sociedades no implica la identificación con sus valores culturales, por mucho que se intente analizarlos y encontrar su sentido. De vuelta a Madrid -después del atentado del 11 de marzo- compruebo cómo esa experiencia mía, tan banal en muchos sentidos, adquiere un significado más profundo, puesto que se sitúa en el eje central de una serie de textos que se han ido publicando en este periódico.

Intentaré, por tanto, encontrar un sentido a lo que se ha ido diciendo, y articulándolo en mi propia experiencia como historiadora y persona que ha vivido largo tiempo en el mundo árabe de nuestros días. Me llama la atención, para empezar, que se nos reproche a los "arabistas" (entrecomillo esta palabra por las muchas connotaciones que puede tener) la identificación con unas supuestas interpretaciones del pensamiento islámico, concepto que tiene las mismas cortapisas conceptuales que sus posibles paralelos (pensamiento cristiano, budista, judío, etcétera). No se puede, parece ser, expresar análisis desde el conocimiento del mundo islámico sin que surja la acusación del síndrome de Estocolmo. Vivimos en una época en la que tampoco se pueden criticar determinadas actuaciones del Estado de Israel sin exponerse a ser acusados de antisemitas; véase el caso de Edgar Morin, que hoy mismo (31 de marzo) aparece en las páginas de este periódico. No me sorprende, por tanto, que se me pueda reprochar que, precisamente por haber pasado mi vida profesional dedicada al estudio de las sociedades islámicas, no se me reconozca la capacidad de emitir juicios sobre ellas. Otra cosa es que se puedan -¡naturalmente!- discutir mis opiniones; pero no se trata de eso. Es que simplemente por venir de un "arabista", se da por hecho que carecen de valor. Estamos sometidos, todos nosotros, medievalistas y contemporaneistas, a una especie de lavado de cerebro del que no somos conscientes.

Dejemos el aspecto meramente profesional, con ser realmente importante, para adentrarnos en otras cuestiones que se han ido tratando en estas páginas, y a las que quisiera añadir mi propia aportación. Bernabé López García, uno de nuestros mejores especialistas en el mundo árabe contemporáneo, reclamaba hace poco la distinción entre teología y política, haciendo notar que la reivindicación del texto coránico como apoyo de determinadas actitudes responde a contextos políticos muy precisos. Recibió de inmediato una agreste respuesta de Antonio Elorza, armada con citas de diversas traducciones del Corán y en la que le reprochaba un insuficiente conocimiento del texto fundador del islam. Mientras tanto, Miquel Barceló publicaba un inteligente análisis de la "modernidad" de Al Qaeda, y Jorge Edwards remitía nada menos que a T. E. Lawrence, para comprender "el alma árabe".

Lo de Jorge Edwards creo que lo mencionaré solamente de pasada, por representar de forma difícilmente superable el pensamiento orientalista. Por mucho que hoy disfrutemos con la excelente prosa inglesa de Lawrence, es evidente que nada de lo que escribió guarda relación con los problemas actuales, entre otras cosas porque su apreciación de una parte, muy concreta, de la Península Arábiga estaba fuertemente condicionada por su condición de anglosajón colonialista y miembro del servicio de inteligencia de su país. Contribuyó, eso sí, a crear una imagen esencialista de los "árabes", entre los cuales creyó encontrar un refugio a sus problemas personales. No fue un caso aislado; muchos otros occidentales buscaron en la pureza del desierto y sus habitantes la respuesta a su incomodidad existencial -recordemos, por ejemplo, a Wilfred Thesiger, el epígono de toda una actitud fácilmente reconocible desde que Rousseau reclamase la inocencia del salvaje como meta de salvación-. A los protagonistas reales de ese paisaje ideal, los árabes nómadas de principios del siglo XX, nadie les pidió opinión en esta construcción extraordinariamente ideologizada de su existencia.

Volvamos, por tanto, a cuestiones menos ideales, y centrémonos en la discusión, situada por A. Elorza -sobre todo- y por B. López García mucho menos, acerca de la significación del Corán como justificante de movimientos actuales dentro del islam: fundamentalistas, integristas, llaménseles como se quiera, o, por qué no, terroristas en los casos más extremos. Ante los hechos que acabamos de padecer, cualquiera de estas interpretaciones merece ser estudiada y analizada cuidadosamente.

Llevo tiempo leyendo los artículos de A. Elorza en EL PAÍS acerca del "pensamiento islámico", y no puedo por menos que maravillarme de su identificación y comprensión -paralela, digo yo, a la de los "arabistas" con su objeto de estudio- de las interpretaciones fundamentalistas del islam. Elorza comprende tan bien a los integristas islámicos que emplea sus mismos argumentos y reduce su interpretación a la que ellos hacen. Es muy fácil. Se coge el Corán y se lee de forma absolutamente literal, de manera que se funden, en un instante, los siglos de interpretación interna llevada a cabo por generaciones y generaciones de sabios musulmanes, y su adaptación a las circunstancias sociales de las innumerables sociedades regidas por el islam. De todo ello se prescinde. Sólo existe la palabra divina, entendida como un mensaje unívoco. Pero cuidado: de toda esa palabra sólo se escoge lo que conviene a la situación concreta en la que se sitúan las intenciones políticas de cada autor, activista político o exégeta. Porque sería muy fácil -aunque no lo voy a hacer aquí- recuperar versos coránicos en favor de la tolerancia a las naciones no musulmanas. Del mismo modo que el mensaje evangélico puede prestarse, y se ha prestado, a interpretaciones de toda clase: cruzadas, inquisiciones, evangelización de América, guerras de religión en Europa, etcétera.

El problema que plantea la posición de A. Elorza va, sin embargo, mucho más allá. Se trata -como me ocurrió en la conversación con el embajador de España en un país árabe- de identificar la raíz del mal en los textos fundadores del islam. Todo viene de ahí: del texto coránico. En él se encuentran las amenazas que ahora se constituyen en hechos espantosos y que se materializan en el terror indiscriminado contra inocentes que viajan de mañana a sus trabajos, cristianos, agnósticos, musulmanes incluso.

Si eso fuera así, si el mensaje religioso del islam llevase en su seno ese germen del terror, la historia se habría escrito de otro modo en los últimos siglos. Elorza acusa a López García de no conocer suficientemente el Corán; a él podría reprochársele, sin duda, una clara ignorancia de la historia. Miquel Barceló ha dejado dicho certeramente en este periódico que el fenómeno de Al Qaeda sólo puede entenderse desde la modernidad del mundo que todos compartimos. Si persistimos, como quiere Elorza, en un entendimiento exclusivamente religioso del mundo árabe-islámico, y limitado además a una lectura fundamentalista de los textos, nos encontraremos con dificultades difícilmente superables a la hora de comprender su historia. ¿Por qué, cuando el imperialismo europeo ocupó territorios cada vez mayores en el sur del Mediterráneo, desde el siglo XIX, no hubo una respuesta similar a la que hoy se da entre algunos musulmanes? A partir de 1830, la ocupación de Argelia no generó un movimiento de mártires suicidas, sino una resistencia armada que fue finalmente dominada. En Egipto, los ingleses hallaron una oposición firmemente conducida en manifestaciones cívicas. ¿Hay que multiplicar los ejemplos de lucha anticolonial carentes de toda connotación coránica? ¿Se acuerda alguien de los lemas que llevaron a Abdelkrim a cohesionar a los rifeños y derrotar al Ejército español en 1921?

Dejemos al Corán en su sitio, que lo tiene y es muy importante para la vida religiosa de los musulmanes. En cuanto a la política y a la historia, ejerzamos en ellas nuestra capacidad de análisis. Plantear un debate sobre la base de citas de un texto sagrado, sea cual fuere, es totalmente inútil: nunca se podrá discutir racionalmente sobre cuestiones de fe. La cultura árabe-islámica, en el pasado y en el presente, merece otra clase de reflexión.