Arde la pobreza

Me pilló en Delhi el espeso nubarrón de ceniza que cayó sobre la ciudad y del que este diario se hizo eco, tal como pude comprobar allí mismo, con los ojos volcados en mi móvil, certificando ellos mismos —mis ojos— y mis pulmones que era verdad lo que relataba EL PAÍS, abrigo en la lejanía. La visión era extraña pues había un sol bajo que penetraba la nube dotándola de una especie de fulgor atenuado, crepuscular, que hacía pensar en cierta clase de belleza. Mirabas el horizonte y la ceniza resplandecía, como en atardeceres prolongados compenetrados con brumas marinas. Pero dañaba esa ceniza, y hasta se recomendaban mascarillas para evitar inhalaciones insalubres. Explicaron que los campesinos queman sus rastrojos y las partículas de ese fuego cubren el cielo de Delhi y de otras ciudades indias, más contaminadas aún, si cabe. Pero fui más lejos, y se me ocurrió pensar que ardía India porque otra clase de fuego y de contaminación se propagaba, para daño ya no solamente de los ojos.

Lo describiré: pasaba el coche camino de un lugar señalado, atravesaba la niebla, se impregnaba de esa suciedad luminosa cuando, justo debajo de una de las vías de tráfico, una escena ardió por encima de la de los rastrojos invisibles: unas familias vivían debajo de ese puente, en el mismo centro de la ciudad, con colgajos indescriptibles sujetos a las vigas de cemento, y un aire tenebroso muy superior al de cualquier tiniebla miserable. De pronto, unos niños se asoman, inimaginablemente andrajosos, sucios, medio desnudos, y miran a los coches, con inocencia deslumbrante e hiriente, desde su cueva tenebrosa, quizás a la espera de recibir algo si ocurriera que algún coche se llegara a parar justo allí. Es otra clase de fuego y de ceniza, y se llama pobreza indescriptible e inimaginable. Y ese es el gran incendio de India, cuyas cenizas cubren todos los cielos del país, ensuciándolo aún más de lo que lo hacen los rastrojos con sus humaredas errantes y los innumerables coches, con sus gases tóxicos.

Según leí en este mismo periódico, los partidos no proponen medidas drásticas para acabar con la contaminación, porque esa medida no sería suficientemente atractiva para los 900 millones de electores indios. Fatal claudicación, sin duda, absolutamente reprobable, visto lo visto en Delhi, pero también en la infinitamente caótica Benarés, una auténtica sopa de gases flotando por la ciudad, como si fuera ella misma un puro rastrojo ardiendo a la orilla del Ganges. ¿Y la otra contaminación, la de la pobreza visible en todos los rincones? ¿Se hace algo contra ella? India crece a todo meter y es evidente que se han producido importantes transformaciones en los engranajes sociales, con una creciente clase media que hace soñar con una no muy lejana erradicación de la pobreza. De hecho, si viajas en el metro de Delhi, completamente ejemplar y moderno, el espectáculo es el de cualquier ciudad del primer mundo, Madrid incluida.

Sin embargo, la contaminación a la que aludo restalla con evidencia clamorosa en cualquier rincón de la India e incluso cuando menos lo esperas y su aparición echa por tierra, casi de cuajo, esas previsiones esperanzadas a las que aludía, aupadas en ese crecimiento sostenido de India en los últimos años muy por encima de la media occidental. Pero, como digo, la realidad se impone: en el mismo centro de Delhi, en su zona más pija —Connaught Place—, con evidentes recuerdos de la Inglaterra colonial y específicamente londinense, con las marcas señeras del consumismo plácido y sonriente que conocemos todos, con señoritos y señoritas indias a la occidental, sin asomo de saris por ninguna parte, ocurre que una niña sumamente andrajosa y con cicatrices en su cara, pero aún muy bella, con una mirada impresionante, pide ayuda con el reclamo de un racimo de globos multicolores que sostiene con una mano. A pesar de parecer una apestada en ese ambiente, ella insiste porque sueña con una limosna, que por nuestra parte es comida que le compramos sobre la marcha y que come ávidamente. Su sonrisa de despedida es una herida para siempre, y un regalo también para siempre, imperecedero.

El economista indio Amartya Sen, premio Nobel en 1998, escribió no hace mucho: “India es aún uno de los más pobres países en el mundo, algo que con frecuencia se olvida, y muy especialmente lo hacen aquellos que se benefician del crecimiento económico del país pero también de las desigualdades en la distribución de la riqueza”. Me dirigía en tren a una ciudad cerca de Orcha y me puse a leer The Times of India y un escritor indio, Indrajit Hazra, repasaba en un artículo de opinión las penurias que sumen a India en el Tercer Mundo, entre otras la contaminación que asola sus ciudades, pero insistía en una, tal vez la más dolorosa de todas: la pobreza que lo contamina todo.

Ángel Rupérez es poeta y escritor. Su próximo libro (en prensa) es La emoción recordada (poemas 1983-2019).

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