Arde París

Por Cristina Peri Rossi, escritora (EL MUNDO, 09/11/05):

Los disturbios y la violencia callejera en Francia, durante los últimos diez días, superan con creces la famosa y legendaria revuelta de mayo del 68. Y aunque está protagonizada también por jóvenes, es muy diferente. Entonces, el eslogan «obreros y estudiantes, unidos y adelante» era un proyecto político que pretendía cambiar las relaciones de poder en la sociedad; tenía un ideario que combinaba la socialización de los medios de producción, de raigambre marxista, con algunos principios anarquistas (destrucción del Estado, amor libre, revolución sexual) junto a la crítica a la URSS y a la invasión de Checoslovaquia.

La extracción social de aquellos jóvenes revolucionarios era muy diferente a la extracción social de los actuales protagonistas de los disturbios y de la violencia: en su inmensa mayoría, se trataba de hijos de la pequeña burguesía profesional, de raza blanca y bautizados cristianamente. Admiraban la revolución cubana, al Che Guevara, a Fidel Castro, a Mao, y eran muy críticos, en cambio, con el comunismo implantado en los países del Este. Buscaban el apoyo de la clase obrera justamente porque no pertenecían a ella: se trataba de una alianza contra la derecha pero también era una crítica a los partidos de izquierda tradicionales, cuyo pactismo, quietismo y falta de radicalización criticaban duramente.Muchos de aquellos jóvenes franceses que ocuparon la Renault en el 68 y arengaban a los obreros, hoy, con más de 60 años, tienen cargos en el poder, ministerios y direcciones generales; otros han optado decididamente por la riqueza personal o el éxito profesional y prefieren no hablar de aquel intento de revolución que provocó mucha más literatura que heridos (hubo un solo muerto, por accidente, al ahogarse en una fuente) y sin embargo, forma parte de la mitología europea.

No fue un movimiento aislado. En Francia ocurrió en mayo del 68, pero en Italia actuaban las Brigadas Rojas, en Alemania la banda Baden Meinhoff y en los principales países de América Latina había guerrilla urbana (los tupamaros, o los diversos Movimientos de Liberación Nacional). Una ola de revolución recorría Europa y el mundo sacudía las viejas estructuras y proyectaba sus sueños sobre el futuro (abrir las cárceles y los manicomios, establecer la igualdad sexual y de género, democratizar las universidades, acabar con los privilegios y las grandes desigualdades económicas).

La otra característica importantísima del movimiento revolucionario del 68 es que a los obreros y estudiantes se sumaron los intelectuales y artistas más prestigiosos de Europa y del mundo. Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Marcuse, Jorge Semprún, Franco Battaglia, Bertolucci, Yves Montad, Susan Sontag, Julio Cortázar, García Márquez, y numerosos actores, actrices, músicos y escritores apoyaban el compromiso con el cambio revolucionario. ¿Qué estaba haciendo usted en mayo del 68? sería una pregunta muy incómoda para hacerle a Jacques Chirac, a Nicolas Sarkozy o a Dominique de Villepin. Y no vale contestar que entonces tomaban el biberón o hacían planas con la letra o.

En el 68, los jóvenes fueron los protagonistas de la Historia, en Francia, en Italia, en Alemania tanto como en Hungría, Checoslovaquia, Cuba o Uruguay o Argentina. Jóvenes altamente politizados, dispuestos a jugarse el futuro y la vida por cambiar el mundo. (Entonces todavía existía la ilusión de que el capitalismo podía modificarse por la acción política; 30 años después, sabemos que sólo la URSS fue modificada por la acción política: el capitalismo ha triunfado en casi todo el mundo, y la gran revolución no la han protagonizado ni los obreros ni los estudiantes, sino las mujeres y la técnica. La incorporación masiva de las mujeres al mercado del trabajo, su progresiva igualdad con los hombres y la independencia del sexo de la procreación son los cambios más significativos en el primer mundo.)

Estos días de violencia y de disturbios en Francia sólo tienen en común con el 68 el hecho de ser protagonizados por jóvenes.Pero estos jóvenes no son hijos de la burguesía ilustrada, ni tienen un ideal revolucionario para ofrecer a la sociedad, muchos de ellos no fueron bautizados y no viven en los barrios caros de París o de Marsella, sino en la periferia. Ahora bien, alguna clase de organización tienen, puesto que se comunican entre sí -según la Policía y la Fiscalía- y actúan con una táctica, como si se tratara otra vez de la guerrilla urbana, pero sin sus objetivos.

El desconcierto y la falta de reacción del Gobierno francés indican que el estallido no estaba previsto, pero indican, además, que el abismo entre los políticos profesionales y la realidad social es cada vez mayor.

¿Quiénes son estos jóvenes que queman autos, incendian escuelas, aterrorizan a las mujeres y a los niños y tienen en jaque a la Policía? Nadie lo sabe muy bien, o si lo saben, lo ocultan. El ministro Nicolas Sarkozy tuvo el mal gusto de insultarlos: los llamó «racailles» (canallas, gentuza). Pero el desprecio no conduce sino a más violencia. Las fuentes policiales señalan que entre estos guerrilleros urbanos hay un alto porcentaje de hijos o nietos de emigrantes. Y son ellos quienes expresan el conflicto, el malestar de las dificultades de integración. Sus padres abandonaron los países de origen en busca del vellocino de oro (Francia, Alemania, España), pero la segunda generación se enfrenta a dos problemas: la convivencia entre oriundos y descendientes de extranjeros y la inestabilidad laboral, o directamente, la falta de oportunidades y de empleo.

Antiguamente, los hijos de los emigrantes solían ir a la Universidad y se integraban en los cuadros profesionales del país de adopción: eran médicos, abogados, odontólogos, periodistas, escritores.Hoy, esos hijos o nietos de emigrantes no llegan a la Universidad, se quedan en los aledaños, en los suburbios, malviviendo de empleos mal remunerados, del tráfico de droga, de la prostitución o de la pequeña delincuencia. Carecen de ideología y su señas de identidad son confusas: a veces, aborrecen el país donde viven, idealizan el que sus padres o abuelos abandonaron, o las dificultades para integrarse laboralmente, de manera estable, acentúan sus conflictos de identificación.

En la adolescencia es fundamental el proceso de identificación: los referentes. Divididos entre un pasado que idealizan o aborrecen, representado por abuelos y padres que nacieron en otros lugares, con religiones, costumbres, comidas y hábitos diferentes y un presente que ofrece ocio, inestabilidad, consumo pero no tiene un proyecto de socialización ni de integración estimulante, su única seña de identidad parece ser la juventud.

El gobierno francés tiene que preguntarse cómo ha podido estar ajeno a estos conflictos y reconocer que se necesita diálogo, recursos económicos y especialmente un plan de educación y de integración para que estos guerrilleros urbanos no se conviertan en el azote de las ciudades e impongan el terror. En el 68, una juventud rebelde dio lo mejor de sí misma luchando contra las grandes empresas multinacionales, contra la explotación y la oligarquía; en cambio, estos jóvenes de hoy atacan escuelas, turismos baratos, tiendas de poca monta: no hay solidaridad ideológica, sino de edad. Son, al mismo tiempo, los grandes desconocidos: otro es su lenguaje, dentro de la misma lengua, otros sus deseos e inquietudes. Les une el consumo de alcohol, de drogas, el sexo fugaz y una insatisfacción que no osa decir su nombre. Se rebelan contra el Estado (el Gran Padre) pero no tienen ninguna propuesta alternativa. Son el síntoma de un fracaso: el fracaso de las grandes metrópolis para educar, estimular e integrar a la segunda o tercera generación de inmigrantes.

Hace unos años, en las más prestigiosas universidades californianas, los hijos de los puertorriqueños, colombianos, mexicanos y centroamericanos eran, ideológicamente, los revolucionarios más radicales. Habían tenido la oportunidad de estudiar en esas universidades gracias al esfuerzo de sus padres, pequeños tenderos, limpiadores de coches, peluqueras, empleadas de la limpieza, pero vivían un conflicto de identidad: no se sentían ni centroamericanos ni yankis. Criticaban ferozmente a los Estados Unidos y soñaban con la revolución en los países de sus progenitores. Pero pasado el furor de la adolescencia («la revolución infantil», como la llamó Lenin) terminaban integrados al sistema: eran profesores universitarios, académicos, médicos o abogadas. Sus mayores heroicidades se celebraban en la cama, posiblemente: el ritmo caribeño y la sensualidad de Centroamérica deleitaba a los norteamericanos cuyo máximo erotismo eran las piruetas de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia o las inmersiones acuáticas de Esther Williams.

Es ilusorio pensar que los hijos y nietos de los emigrantes se han integrado porque visten marcas comunes o consumen los mismos porros. En el fondo, late un conflicto psicológico y social que se debe atender, si queremos vivir en sociedades sin violencia.Destrozar el mobiliario urbano es un daño menor, los gobiernos gastan mucho más en representaciones diplomáticas, banquetes y otras suntuosidades. Pero la convivencia exige comprensión, tolerancia y también, rigor. No se le puede pedir más esfuerzo aún a maestros y profesores, que lidian con demasiadas ingratitudes y tienen poco apoyo. Se necesita asistencia psicológica tanto como asistencia social, profesionales preparados para entender los conflictos, y darles una alternativa al desempleo, a los salarios de hambre, a la precariedad laboral y al hacinamiento.Soñaron con el paraíso europeo y se toparon con la miseria europea.Ni condescendencia ni rigor: la solución es enfrentar el problema de raíz. Hace muchos años que la inestabilidad laboral y la explotación de los emigrantes, de los jóvenes y de las mujeres ha establecido en los países europeos diferencias insalvables.

El polvorín de Francia puede contagiarse a Inglaterra, a Alemania y por qué no, a España. Es sólo un síntoma de un profundo malestar, y a diferencia del 68, no propone un relevo generacional, ni un relevo de sistema. Y el sistema lo absorberá, si sabe realizar unos pequeños cambios: más ayuda psicológica y asistencial, menos suburbios, menos suntuosidad, menos distancia entre los políticos y la calle.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *