Argentina/Brasil

Recorrí el litoral brasileño y visité también Brasilia y Sao Paolo durante cuatro meses a comienzos de la década de los años setenta. Luego me asenté en Buenos Aires durante casi un año. Tuve ocasión de comprobar las tremendas diferencias de estos dos países inmensos, llenos de recursos naturales. Todavía estaba Brasil gobernada por una Junta Militar cuya severidad fue superada con creces por la muy cruel y sádica dictadura argentina, que duró hasta que se hundiese su escaso prestigio en la guerra de las Malvinas.

Mientras viví en Buenos Aires sucedieron muchas cosas; la más importante fue la muerte de Perón. Nunca había presenciado algo semejante; personas que dormían en la calle para pasar delante de su cadáver, todos los «cabecitas negras» a los que Eva Perón aclamaba, mientras su marido distribuía del modo más irresponsable las ganancias obtenidas en tiempos de esplendor.

Al gobierno del General siguió la incalificable prolongación de su nueva esposa, María Estela, con su «corte de los milagros» presidida por López Rega, y la terrible banda secreta —la triple A— con el inicio de la siniestra lista de desaparecidos. Un ambiente de temor se respiraba por toda la ciudad. Vi muy claro que no podía seguir allí y decidí volver (en barco, que era más barato). Después se instaló la Junta Militar de infausto recuerdo, con la patente de instrumentos de tortura terribles, con la desaparición sistemática de tantas personas afiliadas a los Montoneros, o simplemente de izquierdas.

Dejé algunos amigos como Germán García, psicoanalista, o Luis Gusmán, que escribió un relato escalofriante sobre ese trágico período. Hablé de mi experiencia en Brasil y en Buenos Aires en El árbol de la vida, un libro que escribí al cumplir sesenta años, un texto de sueños y agitaciones de la memoria. Al poco tiempo muchos de los amigos que dejé en Buenos Aires emigraron a Brasil, a México, a España, tanto a Madrid como a Barcelona. No había semana que no apareciera una vieja amistad de Buenos Aires en mi ciudad. Huían despavoridos de esa carnicería tan espantosa.

He tenido tiempo para reflexionar sobre lo que percibí en esos recorridos: lo que me quedó de Brasil, donde en los cuatro meses que estuve viví dos en Río de Janeiro; allí trabé amistad con algunas personas. Me di cuenta de que Brasil era un país con insondables bolsas de pobreza, con las tristemente célebres favelas, pero también con una cohesión social sorprendente, y con una conciencia clara de su autosuficiencia.

No era una nación; era algo más: un imperio. No se comparaban con otros países; se bastaban y sobraban. Poseían una burguesía dinámica, la burguesía paulista; tenían recursos suficientes en la cuenca amazónica; tenían también su propio relato, sus leyendas; y sobre todo ese folclore que todos admiramos, con la samba como danza nacional y el carnaval como fiesta paradigmática; con sus Escolas do samba, las célebres Mangeira, Portela, Salgeiro, Mocedade. Presencié una extraordinaria exhibición de un rito religioso candomblé, oficiado por un sacerdote pater familiaeen una de las favelas de Río.

El contraste con Buenos Aires no pudo ser mayor. Por un lado esa población mestiza, con mulatos y mulatas inolvidables; con la macumba como religión sincrética; con la investidura cristiana de un panteón de raíces africanas; con «o grito do carnaval», el día del cambio de año por la noche, en la playa de Copacabana. Por otro lado, Buenos Aires, cuyos habitantes eran blancos y parecían europeos. La misma ciudad recordaba a veces París, otras veces Madrid, o Barcelona. Era y es una bellísima ciudad.

Pero Argentina carecía de esa conciencia nacional que se podía descubrir en Brasil, y que me hacía presagiar, ya entonces, que llegaría a ser una potencia en un mundo policéntrico que comenzaba a intuirse por debajo de la guerra fría aún dominante.

Esa ausencia de espontánea conciencia de virtual potencia imperial quedaba suplida por el fenómeno que allí tuve que asumir, pero que nunca pude entender: el peronismo. La muerte de ese personaje, su exposición con tantos y tantos rindiéndole un último homenaje, me resultaba sorprendente, y entendía que los argentinos más ilustres, como Jorge Luis Borges, abominasen de ese militar.

El peronismo ha servido como sustituto de una conciencia nacional inexistente. Y todavía me sorprende que personas que son cultas e inteligentes se entreguen a esta causa que sólo ha producido ruina y sufrimiento a su país. Vi claro también el profundo resentimiento que late en este movimiento, por no hablar de sus componentes mafiosos. La corrupción está a la orden del día en este país, pero el peronismo se lleva la palma.

No pueden sorprendernos los desmanes que puede perpetrar. Una España en horas de vacas flacas es el candidato perfecto para que ese resentimiento se canalice. En realidad vivieron de manera tensa los muchos años de la España democrática y próspera, y carecían de la empatía y el afecto que, de forma siempre contradictoria, suscita nuestro país en México, en Perú, o la simpatía incondicional que se descubre en República Dominicana o Puerto Rico. En esos países muchas personas me confesaron su admiración por el esfuerzo español por modernizarse; por incorporarse al Primer Mundo (aunque fuese gracias a estar arropada por la geopolítica europea).

En Argentina somos gallegos, como los italianos son tanos; lo recordaba Fernando Rodríguez Lafuente en una espléndida Tercera que publicó hace dos semanas. Desde todos los puntos de vista el peronismo es, para Argentina, una catástrofe. Pero el pueblo argentino no escarmienta y les da una y otra vez la llave del poder.

La he visitado varias veces después de esa incursión juvenil, y me he reafirmado en estas ideas y sensaciones. La falta de base indígena —pues la que hay es insuficiente— contribuye también a ese espejismo criollo que la ciudad de Buenos Aires provoca. Parece Europa, pero un tiempo en la ciudad te convence que no es Europa. No es Primer Mundo.

Brasil, con todas sus contradicciones, como lo ha demostrado en sucesivos gobiernos democráticos, culminado con el extraordinario que protagonizó Lula da Silva, y que tiene hoy continuidad, se halla, junto con China, India y Sudáfrica, cerca de la legítima denominación de potencias nuevas en un mundo global policéntrico, mientras que Argentina no aparece en ninguna quiniela.

El peronismo lastra al país. Es una suerte de placebo al que se recurre siempre que algo malo sucede. Se alimenta del mismo resentimiento que lleva también a volver sobre el tema de la guerra de las Malvinas y que, con pasmosa regularidad, se agita cuando las cosas no van todo lo bien que desearían en el Gobierno argentino.

Buenos Aires es una ciudad muy hermosa; hay una clase media culta e intelectual que escribe, compra libros, discute en hermosos bares comiendo medias lunas y panqueques con dulce de leche. Pero lamentas que la conciencia política de muchos haya quedado distorsionada por esta perturbación peronista que impide que la vida política discurra con normalidad.

Eugenio Trías Sagnier, filósofo.

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