Argentina: Un tropiezo para el neocaudillismo

La expresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, ondea la bandera nacional después de conocer el resultado de las elecciones primarias del 14 de agosto. Fernández de Kirchner resultó ganadora por un porcentaje mínimo frente al candidato de Cambiemos, Esteban Bullrich. David Fernandez/European Pressphoto Agency
La expresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, ondea la bandera nacional después de conocer el resultado de las elecciones primarias del 14 de agosto. Fernández de Kirchner resultó ganadora por un porcentaje mínimo frente al candidato de Cambiemos, Esteban Bullrich. David Fernandez/European Pressphoto Agency

En las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) que se celebraron en Argentina en agosto para seleccionar candidatos al congreso, uno de los neocaudillismos típicos de América Latina sufrió un tropiezo inesperado. Me refiero al fenómeno de expresidentes repitientes.

La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, autodeclarada líder de la oposición e inconfesa aspirante a la presidencia, no tuvo una buena elección. Demostró que cuenta con suficientes votos para asegurarse un puesto en el Senado en las elecciones próximas del 22 de octubre, pero no los suficientes para ser considerada inevitable para aspirar a la presidencia en 2019.

Que Argentina le haya puesto freno a una expresidenta con aspiraciones de repetir es un triunfo contra el caudillismo, pues los expresidentes repitientes representan una de las formas en las que el caudillismo clásico se manifiesta en la política contemporánea de la región.

Hasta mediados del siglo XX, los expresidentes regresaban al poder a menudo vía golpes de Estado. Uno de los últimos fue Fulgencio Batista en Cuba en 1952.

Pero desde la transición a la democracia, los expresidentes intentan volver a través del voto. Logran dominar primero en elecciones fáciles —primarias en sus partidos, escaños en el congreso o gobernaciones en sus estados— y se valen de dichas plataformas para relanzarse a la presidencia.

Esa fue la gran apuesta de Kirchner en las PASO. En junio anunció que competiría como candidata al Senado por la provincia de Buenos Aires, su bastión electoral, con el fin de ponerle “límites” al gobierno de Mauricio Macri. Extraoficialmente, lo que persigue es conseguir inmunidad parlamentaria, ya que enfrenta causas judiciales por corrupción, y después candidatearse para las presidenciales del 2019.

Numéricamente, Kirchner ganó. Luego de una disputa sobre el conteo oficial, fue declarada vencedora ante el oficialista Esteban Bullrich.

Pero a la hora de la verdad, salió debilitada. Ganó con un estrecho margen de 0,2 puntos porcentuales, ante un contrincante con un perfil poco conocido. Fernández, que logró reelegirse en 2011 con casi 40 puntos de ventaja, demostró que ya no es lo que fue.

En cambio, el partido oficialista Cambiemos, de centro-derecha, tuvo una elección histórica. Cambiemos expandió su presencia territorial más allá de su bastión original, la capital, ganando en cuatro de las provincias que más votos producen en elecciones. Sumados todos los distritos, Cambiemos obtuvo el 35 por ciento de votos, superando el 30,7 que obtuvo en 2015 y el 12,1 de 2013. Mejoró sus resultados en 20 de las 24 provincias argentinas.

Pero lo más impactante de Cambiemos es que logró desacelerar a Fernández. Esto, en parte, porque el macrismo no cae en las encuestas pese a sus desaciertos, pero también por la popularidad de la gobernadora macrista de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal.

Vidal se ha convertido en la última sensación de la política argentina, tal vez porque combina lo mejor de la polarización que divide a Argentina desde los 90: tiene el talento de Fernández de avenirse con los pobres —que tanto gusta a los kirchneristas—, pero también la virtud de Cambiemos de hacer buena gestión. La popularidad de Vidal, que no es rechazo del pasado, sino síntesis de lo mejor del pasado argentino, ayudó a frenar el fenómeno de los expresidentes repitientes, uno de los símbolos más lamentables del pasado y presente latinoamericano.

Ponerle frenos a este fenómeno es hacerle un favor a la democracia. Al no acabar de retirarse, al insistir en volver, los expresidentes terminan dañando a la democracia.

El primer daño que hacen es bloquear la renovación de liderazgos. Son la antítesis de la democracia representativa. Obstruyen o eclipsan a líderes potenciales dentro de sus propios partidos. Fuera de sus partidos, propagan la impresión de que en el país todo cambia menos los líderes. Exacerban la crisis de representatividad que aflige a muchas democracias.

Otro daño es que polarizan. Sus seguidores son más bien aduladores que les perdonan todo y añoran un pasado glorificado. Pero para el resto, el retorno de expresidentes es escalofriante porque representa un regreso a un pasado al que prefieren nunca más volver. Son la antítesis del progresismo.

Los expresidentes causan alergias profundas muchas veces inclusive dentro de sus propios partidos, en especial si esos partidos son de larga data. En tales casos terminan precipitando divisiones. Fernández, por ejemplo, rompió con el peronismo y dio lugar a que en la provincia de Buenos Aires hubiese tres opciones peronistas en las PASO: Kirchner, Sergio Massa y Florencio Randazzo.

Fernández, que hace alarde de innovadora, está repitiendo una historia ya conocida en la Argentina. Cuando los expresidentes Raúl Alfonsín en los 90 y Carlos Menem a principios de los 2000 intentaron ser centros de atención de la oposición, conmocionaron y dividieron a sus propios partidos. Los expresidentes que aspiran a repetir, paradójicamente, corren el riesgo de desfavorecer a sus propios bandos y crear divisiones serias en sus propios partidos.

Muchas veces, el neocaudillismo de expresidentes repitientes es tan intenso que genera, como reacción contraria, más neocaudillismo: otros expresidentes se suman a la lucha. La expresidenta repitiente Michelle Bachelet está haciendo renacer al expresidente Sebastián Piñera en Chile. En Colombia, para salvarse de la oposición que el expresidente Álvaro Uribe aliado con el expresidente Andrés Pastrana hicieron contra el referendo por la paz en el 2016, el presidente Juan Manuel Santos optó por aliarse a otro expresidente, César Gaviria. De buenas a primeras, el panorama político de Colombia quedó colmado de expresidentes.

En otros casos, la reacción a la aspiración de los expresidentes es que el mismo presidente se vuelva más prepotente, es decir, más caudillista e igual de beligerante. Este es un riesgo posible para Macri —que ya tiene brotes de belicosidad— y probablemente se vuelva más, en la medida que tenga que seguir enfrentándose a Fernández.

En otras ocasiones, en vez de proliferación de expresidentes o presidentes prepotentes, el fenómeno provoca el surgimiento de neófitos extremistas. En Venezuela, por ejemplo, la sucesión de los expresidentes repitientes Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera desembocó en el outsider militar Hugo Chávez. En Bolivia, la sucesión de expresidentes Hugo Banzer y luego Goni Sánchez de Lozada dio a luz al neófito castrista Evo Morales. En Brasil, el posible retorno de Lula está impulsando al nacionalista extremo Jair Bolsonaro. Y en Estados Unidos podría decirse que la posibilidad de que volviera un Bush (Jeb) o un Clinton (Hillary) produjo el fenómeno del inexperto Trump.

El problema del fenómeno de los expresidentes repitientes no es la supervivencia de ideologías. El problema es el dinastismo. La permanencia de apellidos poderosos, que impiden el surgimiento de apellidos nuevos, independientemente de ideología, atenta contra la alternabilidad; y mientras menos alternabilidad, menos democracia. Más aún, lograr que los apellidos poderosos perduren en política conlleva también el continuismo de prácticas, intereses, y grupos enquistados en el poder.

Este problema solo se atempera con una prohibición constitucional. Esa fue la solución preferida de América Latina en el siglo XIX, cuando se puso de moda en la región la prohibición constitucional al retorno de expresidentes. La intención era justamente atemperar el caudillismo, tan grave en la región. Hoy, dicha prohibición dejó de estar de moda; existe solo en Colombia, El Salvador, Guatemala, México, Panamá y Paraguay. En el resto, tarde o temprano emerge un expresidente como candidato presidencial, y en el 50 por ciento de los casos gana.

Fernández, libre de prohibición constitucional, no es una ganadora segura pero sigue con posibilidades de candidatearse y puede ser competitiva. El cuasitropiezo electoral que recibió en las PASO no fue su final. Pero sí fue un augurio de que Argentina está en posición de frenar un tipo de neocaudillismo. Esperemos que ese freno final ocurra por vía de la sensatez electoral de los votantes, y no a través del surgimiento de nuevos caudillos.

Javier Corrales, profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College, es coautor, junto con Michael Penfold, de Dragon in the Tropics: Venezuela and the Legacy of Hugo Chávez y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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