Arguineguín

El muelle que lleva este nombre, en la isla de Gran Canaria, ha recibido a lo largo del pasado mes de noviembre 7.000 personas, y 20.000 las islas Canarias durante todo 2020, aproximadamente, procedentes de Mauritania, Senegal, Mali y una gran mayoría de Marruecos. Era imposible que existiera una infraestructura preparada para estas llegadas y acoger decentemente a quienes han salido de sus países por hambre, imposibilidad de tener un trabajo o esperanza de encontrarlo, y que sin embargo saben que otras muchas personas de esos mismos países de origen lo han conseguido en ciudades europeas.

La prensa ha subrayado las llegadas a Las Palmas como hace poco se difundían las llegadas a Lesbos, a Esmirna, Lampedusa o a otros lugares del Mediterráneo. Todo varía en función de las organizaciones que invitan a cruzar el mar y de la vigilancia más o menos severa, o nada severa, de las policías que patrullan las costas. Los cayucos están perfectamente alineados, tienen las mismas precarias características, y serán ocupados cuando se haya alcanzado un número de candidatos que abarrote la embarcación y previamente paguen el coste estipulado. Y aquí nos topamos con las mafias. Esas son, al parecer, las culpables de las travesías de muertes casi seguras; ellas son las responsables de los desaparecidos en el mar y de un sinfín de angustias y de dolores para quienes ponen sus vidas en sus manos. Esto es lo que se subraya en los comentarios, en las denuncias o en las quejas: la maldad de las mafias, como si otra cosa pudiera esperarse de organizaciones para las que ni las leyes, ni los procedimientos para la navegación tienen vigencia alguna.

Sí, las mafias son organizaciones perversas que ofrecen transporte aun a sabiendas de los altos riesgos que las personas corren con sus servicios. Son unos instrumentos fuera de las leyes; unos medios que no piensan en las vidas o en las seguridades de a quienes transportan. Pero la raíz del mal no radica en ellas. El mal es más difícil de afrontar porque no es una red, más o menos conocida, de malvados traficantes. Son las estructuras de los países de origen; son las administraciones que en algunos de ellos existen. Son las carencias de formación, de expectativas de tener un medio de vida, lo que impulsa a marcharse, por el procedimiento que sea.

Y una se pregunta ¿cómo van a resignarse estos jóvenes, ellos y ellas, tan altos, tan fuertes, tan conocedores de lo que hay en Europa, a quedarse sentados en los arrabales de las ciudades o en las playas contemplando un mar que de cruzarlo los podría llevar a un mundo lleno de posibilidades? Debe ser una tentación imposible de evitar. ¿Cuántos europeos se marcharon, en un pasado no muy lejano, de sus países de origen, incluida España, porque sabían o esperaban encontrar en otros lugares lo que en su tierra natal les resultaba imposible por las guerras, por persecuciones o porque lo que había era bien poco para sus conocimientos, sus fuerzas o sus ambiciones? ¿De dónde proceden los dos científicos que han realizado la primera vacuna para el virus Covid-19? ¿De dónde proceden la mayoría de los premios Nobel de economía que trabajaron o trabajan en los Estados Unidos? Los científicos mencionados proceden de Turquía y la mayoría de los norteamericanos premiados con el Nobel de economía tienen apellidos indios, alemanes, polacos, rusos y de otros países centroeuropeos.

¿Y a los que provienen de países africanos les vamos a decir que se resignen y se queden en su lugar de nacimiento en Mali, en Mauritania, en Senegal, porque no tienen derecho a moverse? También son muchos los que proceden de Marruecos porque, al parecer, las autoridades de aquel país, dado que las relaciones con España no están en el mejor momento, no son muy estrictas en la vigilancia de sus fronteras y permiten que emprendan aventuras dramáticas, mientras que organizan ordenados vuelos de trabajadores hacia Francia.

Se comprenden muy bien las exigencias de países europeos que solicitan que los emigrantes cuenten con documentos en regla, con ofertas de trabajo y en número de acuerdo con la capacidad de acogida de cada país. Son condiciones lógicas, pero son muy pocos, muy pocos, los que actualmente pueden hacerlo en esas condiciones.

La Unión Europea tiene que volver a intentar un acuerdo con países de origen y de destino, en virtud del cual existan vías para una inmigración cuantificada, ordenada y segura. Ni Grecia, ni Italia, ni Malta, ni España pueden ser los que acojan, fundamentalmente, a quienes llegan a sus costas y luego deambulan por ciudades sin medios de subsistencia.

En varias ciudades de las islas canarias se han montado, hace pocos días, enormes campamentos de acogida que, al menos, han paliado la situación de hacinamiento del muelle de Arguineguín. Pero los campamentos sólo pueden ser lugares de tránsito donde comprobar la situación en la que se encuentran los acogidos; en ningún caso son lugares para una vida. Y no está de más recordar que el artículo 13 de la Declaración de los Derechos Humanos dice que «toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado» y, por si fuera poco, añade que «toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del suyo propio». No queda otro remedio que poner orden y «cabeza» en esta situación, lo que significaría los necesarios acuerdos. Y no sería la primera vez.

Soledad Becerril, política y profesora, ha sido diputada constituyente, ministra de Cultura, alcaldesa de Sevilla y Defensora del Pueblo.

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