Argumentos del federalismo plurinacional

El viejo fantasma de la teología política recorre Europa. Desde y contra los Estados nacionales menudean las pretensiones exorbitantes de la “soberanía”. Si desde el mito de una secularizada omnipotencia divina admitimos que en algún lugar —Estado, pueblo o nación— reside un poder ilimitado, indivisible e indelegable, ¿qué democracia, digna de su concepto, resulta posible? El fetichismo de un poder piramidal, jerárquico, reaparece por doquier inmune incluso a las implacables críticas de la Ilustración. Madison consideró que si la soberanía no se hallaba dividida entre la Unión y los Estados, la “República compuesta” de los Estados Unidos resultaría “una quimera”. Sieyès advirtió que bajo el Estado constitucional no había lugar para soberano alguno, tal “monstruo en política” degradaría la República en “Re-total”. Schmitt, en fin, apuntó certero al único horizonte posible de tan nostálgica idea, la erradicación de la democracia: “Soberano es quien decide el estado de excepción”.

Existe, sin embargo, una visión alternativa a esta patología solipsista, un marco interpretativo diferente para reflexionar y debatir políticamente. El federalismo plurinacional, el ideal que postula la soberanía compartida en un Estado de Estados construido a partir del pacto en una plural nación de naciones, aporta un conjunto de conceptos, principios, emociones y diseños institucionales viables, ya experimentados en política comparada, para la acomodación democrática y solidaria de Estados plurinacionales. Pero la posibilidad misma de pensar el federalismo plurinacional exige la revisión crítica de muchos argumentos que se dan por evidentes, tanto en lo que atañe a la “nación” como al “federalismo”. Por una parte, la federación pluralista no resulta compatible con el concepto monista y sustancialista de nación que nos viene abrumando desde el siglo XIX. Tampoco resulta accesible desde los supuestos de un federalismo centralista al servicio de un Estado uninacional, simétrico y meramente cooperativo.

En primer lugar, la dimensión nacional, por más que nos llegue sobresignificada hasta la saciedad por rasgos esencialistas, no resulta en modo alguno prescindible para el debate político. Es vano el empeño de reemplazarla por conceptos como “patriotismo constitucional” o “patriotismo republicano”. Las dimensiones incluyentes y a la vez excluyentes de la nación; la eficacia afectiva, simbólica, movilizadora de su interpelación constitutiva; los estrechos vínculos que la entrelazan con la ciudadanía, etcétera, la ubican, de modo problemático, pero insoslayable, en el corazón mismo de nuestras democracias. Pero la nación no posee una textura monódica. Como muestran sus avatares en la historia, constituye un significante vacío, una cadena de equivalencias susceptible de muy diversas orientaciones y síntesis, el ámbito conflictivo de una tensión contingente entre particularidad y universalidad, escenario decisivo en el que se ventila la lucha por la hegemonía política de un país.

Por esa razón, abandonar el territorio común de lo nacional, dándolo definitivamente por perdido, fijado para siempre en un vocabulario organicista y sustancial, en unas históricas fronteras interiores o exteriores, situarse en completa exterioridad a la nación, implica desatender una dimensión estratégica clave en la construcción transversal del pueblo. Tan precipitada huida de la nación, sin duda explicable por el hartazgo del comunitarismo asfixiante de muchos nacionalismos de Estado o contra el Estado, supone desatender la esquiva urdimbre ética, cultural y política que alumbra lo nacional-popular, dejar en manos de los nacionalismos el señoreo irrestricto del ámbito en el que se solventa la lucha cotidiana (política, comunicativa y emocional) por la dirección intelectual y moral del país. Quizás sea hora de combatir, no la nación misma, sino su reaccionaria clausura monista (orgánica o culturalista), el cierre unilateral y excluyente de una mayoría (sus intereses económicos, su cultura, su lengua) sobre un territorio dado, con delirios de propiedad inmemorial; la sutura homogeneizadora de su cadena de significación tras el deslinde excluyente del nosotros/ellos, propio/ajeno, amigo/enemigo que erradica, por definición, la libertad real para todos y extirpa lo heterogéneo del seno del pueblo.

La nación no debe dejarse al albur del nacionalismo. Urge un radical escrutinio normativo de las ideas de nación, cuyos excesos esencialistas resultan incompatibles con las demandas pluralistas e inclusivas de la democracia. Es preciso alentar una versión pluralista, abierta, deliberativa del proceso político, contingente y siempre inacabado, en que toda nación consiste: un concepto republicano-federal, no nacionalista, de nación.

En segundo lugar, habérnoslas con el problema de la nación desde el republicanismo conduce a la necesidad de dar un paso más allá de la mera constatación empírica de la presencia de un Estado plurinacional. Requiere revisar a fondo la respuesta histórica de la democracia republicana ante los contextos complejos de diversidad: el federalismo. Pues si, como sucede en muchos países, en lugar de un demos nos encontramos en presencia de pueblos varios, de demoi, la federación no puede seguir regulándose y diseñándose institucionalmente según las pautas centralizadoras de un nacionalismo de Estado. Más allá de la ilusión soberanista, de la ensoñación monoteísta compartida en especular convergencia tanto por el Principio del Estado Nacional (Un Estado=una nación) como por el Principio de las Nacionalidades (Una nación=un Estado), frente a la fantasía onírica de la unilateral “independencia”, es preciso reivindicar el pacto multilateral de interdependencia. De este modo, el mismo movimiento que conduce a considerar deseable el sistema político asimétrico de un Estado de Estados, basado en el acuerdo y la soberanía compartida, ayuda a desbloquear la posibilidad de la codeterminación federal de una nación plural de naciones plurales.

El marco interpretativo del federalismo plurinacional no constituye una panacea, pero provee de valiosos argumentos (pacto revisable, producción política de la confianza), diseños institucionales (sistema adaptativo, experimental, flexible, de coordinación no jerárquica) y emociones (empatía, frente a odio o resentimiento), para encontrar las respuestas que ciega el soberanismo. Para enfrentar la rampante desigualdad material, contra el nacionalismo de los ricos, pues redistribución y predistribución resultan imposibles sin solidaridad interterritorial. Para defender la superioridad ética y política del pluralismo cultural y el federalismo lingüístico frente al monolingüismo y la forzada uniformidad de lo idéntico. Para abordar, desde la soberanía compartida, la lucha por una Unión Europea firmemente orientada a la construcción de la Europa social, más allá de la lógica ciega de los mercados, la desregulación y el cínico desamparo neoliberal. Para abordar, en fin, la imprescindible gobernanza federativa mundial de la mayor amenaza que acecha a la humanidad: la crisis ecológica y el cambio climático.

Ramón Máiz es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Santiago de Compostela, su último libro es Nacionalismo y federalismo. Una aproximación desde la teoría política, Madrid, Siglo XXI, 2018.

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