Aunque no soy futbolero, en aras de una mejor convivencia escolar colaboro con las actividades deportivas del recreo porque me parece preferible que los alumnos peguen patadas y manotazos al balón a que se los den entre ellos. Además, así me familiarizo con los chavales de la ESO ya que, si nuestros próximos representantes políticos no detienen la aplicación de la LOMCE, los profesores de Filosofía nos veremos desplazados del bachillerato y trataremos de cubrir horarios impartiendo “Valores éticos” a quienes no se apunten a Religión Católica. No es que se nos vayan a caer los anillos por ello, ojo —en mi opinión, cuanto más niños, mayor inclinación filosófica tenemos los humanos—, pero es lamentable que sustraigamos al conjunto de nuestros jóvenes la reflexión crítica asociada a las humanidades.
Pero dejémonos de lamentaciones y volvamos al patio. El otro día había tal cantidad de hojas acumuladas ante una de las porterías que me pareció temerario empezar el partido, por lo que propuse a los chavales que las intentáramos sacar del campo empujándolas con los pies. Me puse a ello y cuando conseguí que unos cuantos alumnos me secundaran comprendí que la juerga consistía en tirármelas a mí ante los divertidos comentarios de los consabidos mirones. Molesto, suspendí el partido y me dirigí al interior del instituto. Con la ayuda del equipo directivo localizamos unos rastrillos y unas bolsas de basura con los que reintenté organizar la recogida.
Para mi sorpresa, apenas un alumno de entre muchas decenas se ofreció a ayudar de buen grado. Los demás miraban, se reían, decían que menganito quería ayudar y se sorprendían cuando les pedía colaboración, como si fuera una humillación inaceptable agacharse y meter las hojas húmedas en sus bolsas. Sólo cuando les amenazaba con algún tipo de sanción o perjuicio a quienes, además de no colaborar, se chanceaban de la situación, fui consiguiendo una cierta respuesta. Lentamente algunos chavales más se fueron implicando por sí mismos. Eso sí, a poco que me descuidara, el palo del rastrillo acababa en la cabeza de alguien, las bolsas medio llenas volvían a volcarse o las hojas re invadían el campo... Pensarán que exagero, pero no crean. Volví a clase con un sentimiento penoso: no solo por la poca participación sino por la tristeza de sospechar que la mayoría de la gente, en el patio como en la sociedad, cree sentirse mejor cuando no colabora que cuando sí.
Justo lo contrario de lo que me tocaba explicar sobre Aristóteles unos minutos después. Por último año, todos los alumnos de 2º de Bachillerato han de dedicar un tiempo a las reflexiones del estagirita sobre la sociedad, ya saben, la preeminencia de lo colectivo, la búsqueda de la felicidad, el bien común, la subordinación de la ética a la política, la satisfacción derivada de hacer las cosas bien, en fin, nada que ver con lo que acababa de vivir en el patio. ¿Será por esto que quitan la Historia de la Filosofía, porque lo que decían esos señores ya no sirve de nada en este mundo en que vivimos tan ensimismados en nuestras cuitas particulares? ¡Qué desazón!
Les confesaré que me sentía un imbécil intentando explicar lo del holismo, el organicismo, la phronesis o la politeia sin referirme a las dichosas hojas. ¿Acaso la Política de Aristóteles no se caracteriza por su carácter pragmático, en contraste con el utopismo de su maestro Platón? Como habíamos dedicado alguna clase previa a la amistad según la Ética a Nicómaco, utilicé una de sus frases: “Cuando los hombres se aman unos a otros no es necesaria la justicia”, para lanzar algunas cuestiones al vuelo: ¿puede funcionar la recogida de hojas sin amenazas, leyes ni normas (justicia), exclusivamente por la satisfacción de participar de algo que a todos nos beneficia? ¿Son los ciudadanos más felices cuando se sienten parte activa de su comunidad y disfrutan del trabajo bien hecho o, por el contrario, la felicidad mayor estriba en la habilidad para escaquearse y burlarse del trabajo ajeno? ¿Lo que valía en la Grecia antigua sigue siendo válido en lo sustancial o hemos mutado? ¿Para bien o para mal?
No sé muy bien si son preguntas éticas o dianoéticas pero sí que me parecen necesarias, por mucho que a Aristóteles le expulsen de los currículos. Los profesores de Filosofía, desde donde nos dejen, no somos una parte accesoria o accidental dentro del sistema educativo, porque la educación cívica y política de las próximas generaciones es más urgente que nunca vistos los desafíos que nos depara la convivencia intercultural. Desde la tarima o desde el recreo, no importa —uno sospecha que lo aparentemente irrelevante a veces es lo principal—, estamos obligados a recordar a la sociedad que la educación filosófica, artística y literaria es imprescindible para no resignarnos a que nuestros hijos sean de los que se quedan mirando mientras los demás se mojan las manos para que ellos puedan seguir jugando.
Vicente Carrión Arregui es profesor de Filosofía en el IES Fray Pedro de Urbina de Miranda de Ebro, Burgos.