Armas de destrucción masiva

Por Ángel Rupérez, escritor y profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 26/09/06):

Cualquiera que visite -como yo lo he hecho este verano- la ciudad de Hiroshima no dejará de conmoverse por miles de razones, y casi todas ellas tienen que ver con la terrible desgracia que esa ciudad vivió el 6 de agosto de 1946: un bombardero americano arrojó sobre ella al amanecer la primera bomba atómica (parecido suplicio sufriría tres días después Nagasaki). Sea la que sea la interpretación que se haga de ese hecho -y no todas coinciden-, hay una evidencia que nadie puede negar y que resulta estremecedoramente dolorosa todavía hoy, 60 años después. La ciudad de Hiroshima quedó literalmente arrasada y murieron unas 170.000 personas y muchas más como consecuencia de las heridas y efectos secundarios que la explosión produjo. Algunas de esas muertes que tuvieron lugar a medio y largo plazo, claramente relacionadas con los efectos letales de la radiación, y que la historia ha documentado muy bien, son sencillamente incalificables del dolor que producen.

Como es lógico, la ciudad entera gira en torno a aquel horror. Un museo, llamado piadosamente de la Paz, explica con detalle lo que ocurrió y basta visitarlo para salir horrorizado y aturdido por las dimensiones de la destrucción infligida por un ejército poderoso a una población civil indefensa. Se pueden barajar las explicaciones que se quieran sobre aquel acto militar, pero ningún visitante al lugar de los hechos verá reducida su ingente indignación después de documentarse con materiales informativos de todo tipo sobre lo que ocurrió aquel día. No avisaron, no dieron tiempo a refugiarse, sólo dejaron caer la bomba para observar sobre el terreno -hicieron fotos- cómo destruía aquel invento, cómo despellejaba y quemaba, cómo arrasaba, cómo dejaba a un bebé mamando en la teta de su madre muerta, él mismo con las manos y los pies desollados; cómo sumía a los supervivientes en el más atroz desamparo, buscando a sus familiares que nunca aparecerían, o ayudándose unos a otros, mugrientos y desharrapados, con el más insondable abatimiento y la más elevada y precaria solidaridad humana, como revela una estremecedora fotografía que está justo en el hall de ese museo.

A cualquiera que visite esa atormentada ciudad -que ha sabido ejemplarmente reconstruirse y volverse bella y animosa- le vienen sin querer a la cabeza las cacareadas armas de destrucción masiva que motivaron no hace tanto la intervención del ejército americano en Irak (Aznar y Blair, cómplices). La cínica paradoja que se abre paso en la conciencia del observador es que, hasta ahora, el único país que ha sido capaz de utilizar un arma de semejante capacidad de destrucción masiva ha sido el mismo país que instrumenta argumentos para perseguir a todos aquellos que pudieran fabricarlas y utilizarlas. Y, para lograrlo, vuelve a infligir un dolor inmerecido a miles de inocentes que, como los inocentes y masacrados habitantes de Hiroshima, no tenían ni arte ni parte en las maquinaciones ni de sus dirigentes ni en las de los enemigos de sus dirigentes. Las bombas casi siempre caen sobre los que no tienen culpa, pocas veces sobre los palacios de los emperadores.

Y la pregunta se alza inevitable e irremediablemente acusatoria. ¿Por qué una nación civilizada, a través de sus representantes políticos y militares, decidió ser tan salvajemente cruel con la población de una ciudad desprevenida, contando con los datos no menores de que esa ciudad no tuviera prisioneros americanos y fuera un importante centro de fabricación de armas? No estamos hablando de un acto militar contra un ejército bien pertrechado, sino de una población que esa mañana había emprendido el curso de un día normal (colegios, oficinas, fábricas, tiendas...). ¿Qué clase de mancha no denunciada del todo soporta una nación que fue capaz de semejante acto de guerra? ¿La vergüenza de ese acto criminal ha sido expiada en alguna ocasión? ¿Lo será en algún momento?

Ahí va otra pregunta inevitable que surge imperativa en la conciencia del observador. ¿Qué autoridad moral puede tener el presidente de una nación que persigue la fabricación clandestina de armas de destrucción masiva, si representa al país que usó por primera vez en dos ocasiones -no me olvido de Nagasaki- tales armas de destrucción masiva? Sabemos que la fuerza crea sus razones y que el que más fuerza tiene consigue acallar a quienes no olvidan los crímenes de su fuerza bruta. La historia la escriben antes los vencedores que las víctimas (algo sabemos los españoles de esto). Con las manos aún manchadas de aquella sangre que rebrota en los túmulos funerarios de Hiroshima -las flores aún lloran y las velas aún se duelen y nos contagian a cada paso, con sencillez budista, su imperecedero dolor-, algún presidente norteamericano -claramente ése no será Bush- debería pedir perdón por lo que pasó aquel lejano y demasiado cercano aún 6 de agosto de 1946. Perdón, perdón y perdón, como mínimo ciento setenta mil veces perdón, y no hipócritas lágrimas imperiales de cualquiera Condoleezza Rice que acuda a multitudinarios actos conmemorativos (como, sin ir más lejos, los de este verano). Todos los que murieron salvajemente aquel día -tal como vemos horrorizados en el Museo del Horror de Hiroshima-, lo están pidiendo a gritos, y nosotros, avergonzados ciudadanos de un país que invocó la amenaza de las armas de destrucción masiva para emprender una guerra que ha matado ya a demasiados inocentes, también lo pedimos mientras encendemos una vela conmemorativa en nuestro interior por todos y cada uno de los que murieron aquel día.