Armonización

Necesitamos una reforma fiscal que estimule el crecimiento, el ahorro y la inversión, que fomente la eficiencia en la gestión del gasto público, y que, –en la medida de lo posible–, sea neutral.

La reordenación de las Cuentas Públicas requiere que se actúe tanto desde el lado del ingreso como desde la reducción del gasto público, ya que la carga fiscal de personas físicas y empresas no puede seguir creciendo.

Hace unas semanas se presentaba el Libro Blanco de Reforma Tributaria, fruto del trabajo realizado durante más de un año por quince «personas expertas», que el Gobierno no piensa llevar a cabo por el momento, según indicó la ministra de Hacienda. Una propuesta de reforma muy cuidadosa con el lenguaje inclusivo y muy poco preocupada por los escuálidos bolsillos de los españoles.

Al igual que en el ámbito sanitario, en el terreno económico, las dificultades y las crisis se afrontan mejor, en la medida en la que la inmunidad es más alta. Y cuando la crisis de la COVID-19 segaba la vida de alrededor de 300 españoles diarios, las arcas públicas estaban ya muy deterioradas. Por esto no se puede asumir que un déficit del 120 por ciento del PIB sólo se puede corregir con un aumento de la presión fiscal, porque el déficit público tiene dos términos; el ingreso, y el gasto.

La Comisión «carga las tintas» sobre la fiscalidad patrimonial y parece desconocer que en el Libro Verde de Reforma Fiscal del año ´77 el impuesto se implantó con una finalidad de control. Llegándose a plantear la posibilidad de aprobar un impuesto a tipo cero, de manera que los contribuyentes declararan la titularidad de sus bienes sin tener que ingresar cuota alguna. Cumpliendo así, plenamente, su finalidad como tributo complementario del IRPF, al facilitar el control del origen del patrimonio de las personas físicas.

Es cierto que este impuesto, como se concibe en España, en la actualidad solo existe en Noruega y Suiza, países en absoluto comparables con el nuestro, ni por su renta per cápita ni por el esfuerzo fiscal realizado por sus ciudadanos.

La comisión de reforma plantea la necesidad de recuperar la fiscalidad patrimonial, con la intención de eliminar la competencia entre las regiones. Confundiendo claramente esta competencia entre territorios, derivada de una mejor gestión de los ingresos, –y sobre todo de los gastos–, con una competencia fiscal ilícita, propia de los paraísos fiscales. De hecho, la renuncia de dos de los miembros de la Comisión se debió a su desacuerdo con la eliminación de la autonomía entre territorios, que les confiere la LOFCA.

Mientras la cesta de la compra se encarece un 30 por ciento, la voracidad recaudatoria del Gobierno no cesa, poniendo en sordina el empobrecimiento de las clases medias.

El Ejecutivo necesita dinero y no duda en argumentar la subida de la presión fiscal con razones estériles. Y es que los ingresos públicos, en concepto de impuesto sobre el patrimonio, no supone más de un 0,5 por ciento de la recaudación total. Y si la brecha fiscal es la razón para obligar a que las comunidades autónomas reestablezcan el impuesto, la aludida equidad vertical debería llevar al Gobierno a establecer un plan de lucha contra el fraude en aquellos territorios en los que, como en Cataluña, la Comisión de Reforma Tributaria lo cifra en un 44,43 por ciento.

Entre las «ocurrencias» para justificar la exigencia del impuesto se aduce que es necesario someter a gravamen nuevas formas de inversión, como son las criptomonedas. Sin embargo, no es posible incluir estas inversiones en el modelo 720 de declaración de bienes en el extranjero.

Las razones de equidad se desvanecen al comprobar cómo en multitud de casos el patrimonio está constituido por bienes improductivos. Además, la concentración de la riqueza patrimonial se realiza en los tramos de edad de 65 o más años, cuando las posibilidades de generación de ingresos desaparecen.

Si se pretende luchar contra la erosión de bases imponibles no tiene ningún sentido pretender recuperar el Impuesto sobre el Patrimonio progresivo, especialmente cuando esta erosión bases está lesionando la inversión extranjera, que ha caído un 40 por ciento.

En un país en el que entre el 1 de enero y el 30 de abril de 2022 se han concedido subvenciones por más de 20.000 millones de euros, no puede argumentarse que la crisis sanitaria y la Guerra contra Ucrania nos abocan inevitablemente al recurso al endeudamiento y al aumento de la presión fiscal. Sencillamente porque otra forma de gestionar la política económica es posible.

María Crespo es profesora de Economía de la Universidad de Alcalá.

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