Arquitectura pertinente

El paisaje cotidiano está hecho de medianías. Los buenos paisajes cotidianos resultan del buen nivel de la banalidad. Es el caso de esos pueblitos alemanes o andaluces de autor desconocido donde todo está en su sitio y cargado de sentido. No hay monumentalidad alguna, salvo el pueblo por entero, que es un monumento al altísimo nivel medio. Los sitios horribles, en cambio, suelen tratar de salvar la cara dotándose de singularidades pasmosas que, a la postre, no hacen sino subrayar la fealdad de su entorno.

Creo que con la arquitectura actual ocurre lo propio: pasión por las joyas en un mar de alfarería adosada. La arquitectura del Eixample es notable porque la mayoría de edificios son dignísimas casas corrientes. La Pedrera y la Casa Batlló están en el Eixample, pero no son el Eixample. De igual modo puede decirse que la arquitectura actual no son los esporádicos ejercicios de estilo de los arquitectos estrella, sino toda la obra nueva que uno ve recorriendo el país. Y no es el Eixample, que digamos.

Bienvenida la excelencia. La aplaudo sin reservas. Me fascinan las nuevas Pedreres de los nuevos Gaudís cuando realmente lo son y también los rangos intermedios, que hay muchos, pero eso no es la arquitectura en general. Eso son las excepciones. La norma es demasiado alfarera y, sobre todo, culturalmente anacrónica porque da la espalda a muchas de las necesidades y emergencias del siglo XXI.

Hay señales de cambio. El salón Construmat ha mostrado muchos logros e inquietudes de profesionales que comprenden el actual momento social y ambiental, desde la nueva estructura familiar a la escasez de espacio urbano disponible, pasando por las limitaciones energéticas. Hablan de arquitectura sostenible, cuando menos de arquitectura bioclimática. Tal vez bastaría con hablar de arquitectura pertinente.

En efecto, ¿qué habrá pasado en el mundo de la construcción para hablar de edificios bioclimáticos o sostenibles? El artificio habitable, desde los tiempos de la cueva más o menos transformada, siempre ha pretendido lograr espacios gratificantes con el menor esfuerzo y el mayor resultado. Solo en las construcciones simbólicas o de aparato no se reparaba en gastos, porque su finalidad era justamente la ostentación. Así que todas las casas han aspirado siempre a ser más o menos bioclimáticas y, desde luego, sostenibles.

Siempre, hasta que la cornucopia del carbón primero y del petróleo después trajo el bendito invento del desarrollo industrial y, también, el triste enloquecimiento de sus demiurgos. En efecto, la facilidad con que podía recurrirse a prótesis energéticas y de todo tipo condujo a la preterición e incluso al desprecio de las destrezas y capacidades ancestrales, especialmente en arquitectura. Las muletas, entonces, desplazaron a las piernas.

El movimiento moderno tiró al bebé con el agua de la bañera. Al poder prescindir de la pared maestra se lanzó en brazos del vidrio y fió el confort a la climatización enteramente forzada. Arrinconó persianas e interfaces graduales, ensombreció el vidrio recién conquistado y acabó precisando paradójicos raudales de luz eléctrica en edificios de fachada transparente. Ahora la energía se encarece, en tanto que las disfunciones ambientales generadas por tanta externalización de emisiones y residuos se tornan insoportables. De ahí el rescate del bioclimatismo y la sostenibilidad de toda la vida, redescubiertos como grandes novedades y a menudo acompañados de gestos innecesarios que hacen de los edificios pretendidamente sostenibles construcciones pintorescas. En todo caso, la arquitectura y el urbanismo sostenibles van más allá del bioclimatismo y de la animadversión apriorística hacia los muros cortina de cristal. Recuperan lo que ya sabíamos, pero toman una nueva dimensión. Constituyen ejercicios de sofisticada eficiencia, serios retos de diseño avanzado. Deberían erigirse en componentes de una nueva normalidad, impregnar incluso la banalidad.

Hice estas mismas consideraciones en el prólogo del reciente libro de Antoni Solanas Vivienda y sostenibilidad en España. Y las tuve bien presentes cuando, con el equipo de Carles Ferrater, establecimos hace año y medio los principios de sostenibilidad para el proyecto del Centre Esplai, en El Prat de Llobregat. Este considerable equipamiento de 9.000 m2, que es ya una realidad habitada por medio millar de usuarios, parece y es un edificio normal: nada de aspavientos epidérmicos ni gadgets pretendidamente ecologistas; toda su concepción de sostenibilidad reside en el proyecto o se agazapa en sus entrañas. Es y quiere ser un edificio normal, porque habitual debiera ser la correcta orientación cardinal, la selección de materiales en función de su coste extracto-productivo, uso y duración esperada, el aprovechamiento del agua de lluvia y de las aguas grises, la preeminencia de la iluminación natural y la eficiencia energética o el alto confort del usuario. Pero este inhabitual edificio normal se percibe como excepcional.

Es eso lo que hay que revertir. Se trata de que la pertinencia esté en la base de toda excelencia, hasta en la base de la banalidad. Se trata de promover la excelencia de lo cotidiano bello y pertinente. Que modernidad signifique progreso; no, derroche. La sostenibilidad consiste en ello.

Ramón Folch, socioecólogo.