¿Arquitectura sin arquitectos?

Hace muchos años un arquitecto mayor me contaba que cuando, lleno de entusiasmo, le mostró a su cliente la fachada de su primer proyecto, este le dijo: “Enséñesela usted al vecino de enfrente que es el que la va a ver durante lo que le queda de vida” (era cuando las casas se hacían para alguien y no para vender).

En esta frase se encierra uno de los argumentos, y no precisamente el único, para una serie de disposiciones legales. La primera, de 1787, reinando Carlos III, y la última, de momento, la Ley 38/1999 de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación, LOE, que establecen algo tan obvio como que:

“Las casas las hacen los arquitectos que son los que han estudiado Arquitectura” (nadie pone en duda que a los enfermos los tratan los médicos, que son los que han estudiado medicina, y aunque algunos abogados de aseguradoras sepan bastante de medicina, a nadie se le ocurre que vean enfermos y les receten).

Un edificio no concierne solo a quien lo promueve, sino que pasa a ser parte de la ciudad en la que seguirá estando presente cuando ya no viva ninguno de los que intervinieron en su construcción, contribuyendo a que la ciudad sea algo mejor o algo peor según sea el caso. Ya solo por esa circunstancia se justifica que el legislador obligue a la intervención de alguien que no solo garantice que la casa no se va a caer, sino que tenga además formación suficiente para entender que todo edificio pasa a ser una pieza de la ciudad y una parte del patrimonio edificado del país y si además puede en alguna manera ser una obra de arte, mejor para todos (otra cuestión es que acierte).

Para tomar los cientos de decisiones que afectan no solo a la seguridad de uso, sino a la calidad de vida de las personas, no basta haber aprobado unos cursos de construcción al igual que saber leer los prospectos de los medicamentos, con ser una habilidad muy estimable, no faculta (al menos de momento) para el ejercicio de la medicina.

El conocimiento del ser humano interiorizado durante años de formación es tan esencial para dar forma a los espacios que habitan las personas como lo es para ayudarlas a restablecer su salud, y la formación transversal en las distintas técnicas que concurren en la edificación permite al arquitecto garantizar la seguridad y el buen funcionamiento de un edificio y coordinar el trabajo de otros profesionales cuando su importancia o complejidad requiere la intervención de especialistas.

Podrá argumentarse que si tan necesaria es la intervención del arquitecto no es preciso protegerla por ley como hace la actualmente vigente Ley de Ordenación de la Edificación, y ello sería cierto si, como sucedía en otros tiempos, quienes promueven una edificación fueran luego a habitarla o disfrutarla. Pero hoy día lo habitual es que “el promotor” no guarde relación alguna con el edificio una vez vendido. En este contexto real, la intervención de un arquitecto es una defensa de los usuarios finales de un edificio y de la sociedad en general y garantiza que quien tomó las decisiones que afectan, no solo a su seguridad sino también a su calidad de vida, tiene inculcado como parte de su formación durante toda la carrera el hábito de pensar en ellos y en el entorno.

En las prodigiosas décadas pasadas han proliferado obras de “estrellas de la arquitectura” carísimas, pero no más que los aeropuertos sin aviones y las autopistas sin tráfico, mientras que el común de los arquitectos, manejando presupuestos ajustados, batallaba, y quiere seguir haciéndolo en el futuro, para que sus clientes promotores les dejaran hacer casas mejores en beneficio de los usuarios finales.

Ahora que han llegado las “vacas flacas” hay que dejarse de lujos y prescindir incluso de cosas necesarias, pero asegurándose que se produce un ahorro real. La intervención de arquitectos en los edificios destinados al uso de personas no es un lujo, y abrir el campo a otros profesionales no tendría la menor repercusión económica, dado que hay suficientes arquitectos para asegurar la competitividad del “mercado” sin necesidad de dar entrada a nuevos jugadores que, por otra parte, ya tienen un amplio campo de intervención, coordinada por el arquitecto, en proyectos parciales específicos de instalaciones, estructura, telecomunicación, etcétera, para lo que sí han recibido formación.

Circulan varios supuestos borradores de la Ley de Colegios y Servicios Profesionales, y en relación con alguno de sus contenidos no es ocioso advertir que una improvisación (que no ha sido, desde luego, sugerida ni mucho menos impuesta por Europa que vería con estupefacción la muestra de incultura que supone identificar arquitectura con construcción) debilitaría las garantías de la sociedad, sin otros efectos económicos, que el aluvión de pleitos para determinar cuál es la cantidad y calidad de estudios suficientes para “hacer de arquitecto sin serlo”.

Ricardo Aroca, arquitecto, ha sido director de la Escuela de Arquitectura y decano del Colegio de Arquitectos de Madrid.

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