La mayoría de las veces, a quienes plantean la más mínima objeción al aborto les ponemos la infamante etiqueta 'provida', un término estadounidense que ahora ha llegado a Europa. Para mí, enfrentar a los 'pro-vida' contra los 'pro-elección' sería tanto como una broma siniestra. Por un lado, porque la vida que hay que defender no es el mero hecho biológico de estar vivo que compartimos con los animales y las plantas, sino la vida humana en su totalidad. Y, por otro lado, podríamos interrogarnos si la llamada 'elección' es tan libre como se pretende.
En cuanto al primer punto, tenemos por principio el cuidado integral del ser humano, en todas sus dimensiones. Y, a partir de ahí, en sus dos generaciones y en sus dos sexos: nos negamos a enfrentar a la madre con el hijo, nacido o por nacer, o a la inversa, al hijo con la madre. También nos negamos a dejar fuera del problema a la pareja de la madre, que se niega a asumir su posible responsabilidad como padre. Lo que parece una libertad para la mujer es en realidad una ventaja para el hombre.
Esto ya era así con la llamada 'revolución sexual' de los años sesenta. Entonces, una vieja viñeta siempre cruel del dibujante francés Gérard Lauzier, fallecido en 2008, lo dice todo. En ella vemos a una joven de aspecto muy burgués que confía a su amiga, tan 'progre' como ella: «¡La píldora es realmente la liberación de la mujer! Desde que la tomo, ¡mi marido puede hacer lo que quiera con mi cuerpo!».
En cuanto al segundo punto, la 'elección', es muy posible que algunas mujeres hayan abortado porque así lo decidieron. ¿Con pleno conocimiento de causa?, ¿sin haber sido sometidas a la menor presión por parte de su pareja, que amenaza con dejarlas, de sus padres o de su entorno? Tal vez, al menos, cabe esperar que así sea. ¿Lo han experimentado personalmente todas las mujeres que hacen campaña a favor del llamado 'derecho' al aborto? Quizá sí, aunque espero que no.
Pero para mí, el aborto no es, en la mayoría de los casos, más que otra variante del viejo 'a lo nuestro' que el varón lanza a la mujer que ha dejado embarazada. En el aborto, es la mujer la que paga. En sentido literal o financiero suele ser así. Porque el aborto es un acto realizado por un hombre diplomado, con bata blanca, y que percibe unos honorarios. No digo 'un acto médico', porque no es una terapia, al no ser el embarazo una patología. En sentido figurado, siempre es la mujer la que paga. Es ella la que se somete a esta práctica invasiva y la que soporta las posibles consecuencias, consecuencias fisiológicas, consecuencias psicológicas. Sabemos, a pesar de las mentiras, que el aborto no es un acto inofensivo, ni física ni simbólicamente, y que puede tener repercusiones para toda la vida y, en el caso de las personas casadas, puede conducir a la destrucción de la pareja.
Hubo un tiempo, afortunadamente casi pasado en nuestros países, en el que la mujer que tenía que abortar lo hacía a escondidas y, por consiguiente, en condiciones higiénicas deplorables. Ciertamente, se ha progresado cuando hay menos riesgo para su vida, o para una infección grave, o menos a menudo para la esterilidad permanente. Esto es de agradecer. Sin embargo, un mal menor no es necesariamente un bien. Aunque todo tenga lugar, en el mejor de los casos, en un entorno estéril, bajo anestesia, bajo la supervisión de un médico competente, aunque el acto sea reembolsado por la seguridad social, etcétera, sigue siendo la mujer la que tiene que 'enfrentarse' a su cuerpo y a las consecuencias psicológicas de tal acto.
En cuanto al objeto pasivo del aborto, nos negamos a trazar una línea divisoria entre las distintas etapas de la génesis de un ser humano. La ciencia nos enseña que desde el mismo principio se pone en marcha un programa que, si nada lo interrumpe, dará lugar a un ser humano. También nos dice, gracias a las tecnologías ecográficas disponibles, que el feto, a partir de cierta edad, está completamente formado y reacciona un poco más tarde a los estímulos auditivos y de otro tipo. Pero no sabemos lo que siente un embrión, un feto o un recién nacido, y nunca lo sabremos desde dentro.
Por otra parte, si no estamos seguros de una respuesta positiva en las primeras semanas, al menos estamos seguros de nuestra ignorancia y de la imposibilidad de dar una respuesta negativa sin reservas. En este ámbito sólo podemos especular. Por consiguiente, sería conveniente aplicar aquí el principio de precaución, tantas veces predicado en otros contextos. Sería insensato negárselo a los seres humanos no nacidos.
Tampoco debemos abordar el problema del aborto aislándolo de sus causas. Me refiero a la negligencia de los responsables de la ciudad y del entorno de las mujeres, ante la situación de quienes se encuentran embarazadas sin haberlo deseado, y la gran mayoría de las cuales pertenecen a los estratos sociales desfavorecidos. El aborto es ciertamente una solución, pero no solo es una solución brutal, sino que es algo que nos impide ver y tratar en profundidad el verdadero problema. Enfrenta un síntoma, sin abordar sus causas. Y una vez eliminados los síntomas, el problema de las causas y su neutralización se aplaza a un futuro indeterminado.
Ahora son ciertos Estados los que toman el relevo y fomentan el aborto en nombre de toda la sociedad a la que dicen representar. Uno se acuerda del Zaratustra de Nietzsche: el Estado es un monstruo frío que miente y dice: «Yo soy el pueblo». Ya no es el individuo masculino, sino que es, mienten, la sociedad unánime que dice a la mujer: arréglatelas sola. La vileza masculina se traslada así de lo individual a lo colectivo, se generaliza, e incluso se sacraliza. También podría ser, según estamos escuchando, que la Unión Europea también adoptará el punto de vista del varón irresponsable. Cabe preguntarse si, verdaderamente, esto un progreso.
Rémi Brague es profesor emérito de Filosofía Árabe en la Sorbona de París y de Historia de las Religiones Europeas (Cátedra Romano Guardini) en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich.