Arriesgada inversión

La suspensión de la resolución del Parlament de Catalunya, que el pasado 23 de enero declaró al pueblo catalán “sujeto político y jurídico soberano”, podría convertirse en una metáfora engañosa de lo que ocurre: el Gobierno central impugna una decisión institucional que por sí misma no puede materializarse, de modo que la suspensión resuelta por el Tribunal Constitucional tampoco puede ser aplicada si no es como desistimiento por parte del soberanismo. La apariencia de inmaterialidad integra la dialéctica conceptual que se establece en torno al soberanismo, tanto a favor como en contra. Algo que afecta también a la resolución del 13 de marzo que insta “al Govern a iniciar un diálogo con el Gobierno del Estado para hacer posible la celebración de una consulta”, etcétera. El propio “derecho a decidir” colectivo sugiere la existencia de una potestad natural vulnerada por un poder que habría convertido la ilegitimidad en ley. Esa descripción etérea e inaprensible de los hechos y de las aspiraciones políticas no solo tergiversa la historia, sino que, además, evita afrontar los futuros posibles en términos de coste y beneficio para la comunidad. Resulta especialmente chocante que una cultura cívica tan pragmática como la catalana se embeba a estas alturas de un relato de principios reacio a valorar sus consecuencias.

La admisión a trámite de la impugnación del Gobierno Rajoy por parte del Tribunal Constitucional se ha convertido, también por su inmaterialidad, en otro hito desafiante para la dinámica de hechos consumados que la mayoría soberanista trata de impulsar en Catalunya. Al proclamar la plena vigencia de la declaración impugnada, los dirigentes políticos que así reaccionan no hacen más que constatar la inmaterialidad de su suspensión y, en esa misma medida, la del texto parlamentario recurrido. Aunque en realidad vienen a advertir de que la partida se juega en otro terreno: en el desarrollo paralelo de los trámites para hacer efectivo –a poder ser legalmente– el ejercicio del derecho a decidir concebido como referéndum de autodeterminación y del diseño entusiasta de un Estado propio. Las objeciones presentadas por el PSC a tan natural doble juego no impedirán que este tenga lugar con o sin su aquiescencia.

Es de suponer que los líderes y formaciones que empujan el proceso han llegado a la conclusión de que una Catalunya soberana les aporta más ventajas que inconvenientes. O cuando menos han llegado a considerar que los inconvenientes que representa seguir formando parte de la España constitucional son tantos que siempre serán más que los que entrañe la aventura soberanista. Pero el razonamiento al que invitan a los ciudadanos se refiere a la inmaterialidad de los deseos o, a lo sumo, de las preferencias. Incluso de las inclinaciones.

Es muy difícil nadar a contracorriente. De ahí que el doble juego trate de presentarse como un esfuerzo épico por superar la inercia impuesta desde hace trescientos años y, a la vez, como una invitación a que cada ciudadano se sume a la marea ya casi olvidada del último Onze de Setembre.

A medio camino entre los anhelos y el interés, los promotores de la consulta deberían atreverse a formular una pregunta como: ¿cuál de estas opciones le resultaría más satisfactoria? Es verdad, sería una pregunta desconcertante. Entre otras razones porque la incertidumbre ha convertido la satisfacción pretendida en un tabú que, por otra parte, no cabía de antemano en la narrativa de la colectividad. Esta es una historia de, por un lado, élites políticas que especulan sobre ventajas e inconvenientes mientras se adentran hacia el callejón seguras de que nadie, ni en España ni en Europa, dejará caer a Catalunya y , por el otro, de ciudadanos que se ven conminados a mostrarse en una única dimensión, la identitaria, y en una versión reduccionista de la misma, la de la pertenencia al Estado que cada cual prefiera: el español o el catalán.

Mientras se establece algún criterio objetivo que avale una distribución asimétrica de la relajación del déficit favorable a Catalunya, como corrección sobrevenida a ese otro déficit que soportan sus arcas públicas respecto al resto de España, unas élites soberanistas continúan ideando el más allá como destino irreducible. Las medias tintas parecen asignarse al procedimiento en su sentido más táctico, pero en ningún caso podrían afectar al objetivo último. Hasta el punto de que la más mínima pega que alegue la irrealidad o la temeridad que supondría el empeño para el interés de los catalanes es denunciada por coerción sobre la voluntad libre del pueblo de Catalunya.

Sin embargo, la evidencia más clara de que se trata de una inversión arriesgada, no ya para las élites políticas sino para cada ciudadano, es la negativa a admitir un debate precisamente en términos de inversión.

Kepa Aulestia

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