Arrimadas o el último salvavidas

Profundicemos en la tesis de nuestro rugido del viernes. No se trata de equiparar a Junqueras y Puigdemont con 'El Chicle' y 'El Prenda'. Pero sí de poner de relieve que la culpa de la situación en la que el Tribunal de Luxemburgo ha colocado a la democracia española es de nuestra absurda legislación electoral.

Imaginemos que un detenido como presunto autor de graves delitos sexuales, sometido a la cautela de la prisión preventiva, para que no pueda reincidir ni fugarse, alardea de su inocencia desde la cárcel, se declara víctima de una denuncia falsa promovida por el feminismo radical, logra ser proclamado candidato por un partido en plena cruzada contra la criminalización del género masculino y resulta electo, con el apoyo de un segmento de la población capaz de sentir empatía con su causa.

E imaginemos también la variante de que otro presunto autor de graves delitos sexuales, conocedor de la inminencia de su detención, logra poner pies en polvorosa, aprovechando la negligencia de las autoridades responsables y, desde el extranjero, se presenta como un exiliado, sometido a la misma persecución que su compañero y logra asimismo su acta, con idénticos apoyos y complicidades.

Arrimadas o el último salvavidasAsí es como 'El Chicle' y 'El Prenda' -caso de que hubiera logrado fugarse- se hubieran convertido en eurodiputados, según el Tribunal de Luxemburgo, sin tener que jurar la Constitución. Nadie dudaría, claro, de que en el caso del primero la inmunidad habría caducado bajo el peso de la posterior condena. Ni de que, en el del segundo, el Parlamento Europeo otorgaría de inmediato el suplicatorio para su entrega a la justicia española.

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¿No es acaso un dislate monumental, fruto de un garantismo suicida, que la Ley Electoral de 1985 haya permitido las candidaturas de Junqueras y Puigdemont? ¿No sería mucho más razonable que entre las causas de privación del sufragio pasivo estuviera la condición de preso preventivo o, no digamos, la de prófugo de la Justicia?

El mejor síntoma de que eso sería lo adecuado es el clamor que se alza exigiendo dimisiones, cada vez que hay políticos en ejercicio investigados en causas penales. El argumento que llevamos repitiendo durante décadas, frente a unos y otros, es bien sencillo: así como en el proceso penal debe regir el principio de in dubio pro reo, en el proceso político debe invertirse la carga de la prueba para proteger al ciudadano del riesgo de que sus representantes sean indignos de tal función.

Téngase en cuenta que, en elecciones como las generales o las europeas, cada diputado o eurodiputado representa al conjunto del electorado y no sólo a sus votantes. Si bien sería demasiado rigorista que el mero inicio de un procedimiento penal hiciera a alguien inelegible, pues eso abriría la puerta a las querellas preventivas, parece razonable poner el umbral en la apertura del juicio oral y desde luego, en la adopción de medidas cautelares.

La propia etimología de la palabra induce a esta deducción lógica. Si se introduce un elemento de cautela para que un imputado o investigado no pueda sustraerse a la acción de la Justicia, igualmente debe aplicarse ese criterio, tanto para evitar que el electorado descubra a posteriori que ha elegido a un delincuente, como para impedir que este construya, desde un cargo público, una coartada retrospectiva para justificar sus actos criminales o presentarse como víctima de un sistema judicial injusto.

Fijémonos, pues, en el origen del mal y reformemos la LOREG para que situaciones así no puedan volver a repetirse. Es cierto, además, que la resolución del Tribunal de Luxemburgo priva de sentido al acatamiento del mandato constitucional, como requisito para adquirir la condición de electo. Eso erosiona el principio de lealtad institucional de los diputados, en detrimento de la soberanía nacional, tal y como denuncia Vox, excitando la eurofobia.

Pero esa transferencia de soberanía es parte de la esencia de la Unión Europea y no olvidemos que el Tribunal de Luxemburgo se ha limitado a responder a una pregunta que voluntariamente -en contra del criterio de la Fiscalía- le formuló el Supremo, a modo de cuestión prejudicial.

Quienes critican a Marchena y sus compañeros, por haberse metido innecesariamente "en la boca del lobo", deberían reparar en que esta corrección sobre una cuestión lateral puede ayudar a obtener el decisivo aval europeo, cuando se aborde en Luxemburgo el fondo de la sentencia. A todo órgano superior le gusta que el inferior se someta voluntariamente a su dictamen y, cuando la imagen internacional es clave, vale más pecar de exceso de escrupulosidad.

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¿Y, entre tanto, qué? En el ámbito penal nada debería cambiar porque, como ha explicado de forma minuciosa María Peral, en el caso de Junqueras, lo resuelto por el Tribunal Europeo ha quedado superado por una sentencia firme sobre hechos anteriores a las elecciones en las que concurrió. En nada es aplicable la doctrina del fruto del árbol prohibido, pues lo único que habría ocurrido de distinta manera es que el Supremo habría tenido que pedir un suplicatorio a la Eurocámara para impedirle viajar a su sesión constitutiva y en el caso de no obtenerlo, establecer las medidas policiales que garantizaran su retorno a la cárcel.

En el caso de Puigdemont, todo indica que, a corto plazo, se beneficiará de la condición de eurodiputado, pudiendo instalarse en la casa de Perpiñán desde la que Macià concibió, hace casi un siglo, la invasión militar de España, abortada en Prats de Molló. Pero, a medio plazo, es probable que esa ventaja se vuelva en su contra, pues el juez Llarena presentará un suplicatorio ante el Parlamento Europeo y si, como es presumible, se concede, será mucho más difícil que la Justicia de ningún Estado miembro -incluida la belga- siga bloqueando una petición de extradición.

No, lo relevante no son los efectos jurídicos de la sentencia sino las reacciones políticas que ha suscitado. Descontemos tanto la ya aludida de Vox, fomentando el populismo patriotero, como la de Podemos, denunciando la "judicialización" del procés y no la senda delictiva abrazada por sus compañeros de viaje.

Lo insoslayable es el redoble del desafío de Junqueras, Puigdemont y sus adláteres, mediante una escalada de baladronadas, amenazas, insultos a las instituciones y anuncios de nuevos actos delictivos que, en sí misma, justificaría una respuesta política extraordinaria, en línea con las previsiones del artículo 155 de la Constitución.

Sería trágico que, en lugar de considerar la panoplia de opciones que la legalidad pone a su disposición en esa vía, el presidente Sánchez siguiera empecinado en negociar su investidura con los empeñados en destruir España. Sobre todo cuando ya le instan directamente a prevaricar, al servicio de esa causa criminal. Porque no otra cosa sería imponer un cambio de criterio a la Abogacía del Estado, como le está exigiendo Esquerra, para que dijera lo contrario de lo que dijo ante el propio Tribunal de Luxemburgo: que la hipotética inmunidad de Junqueras "no tendría ninguna incidencia" en su situación.

Doblegarse ante esa presión, como hacen temer las palabras de Carmen Calvo, en el sentido de que la Abogacía del Estado, o sea el Gobierno, "ayudará" al Supremo a interpretar la sentencia, supondría, en todo caso, una traición a la Nación de tal calibre político que marcaría y lastraría al PSOE durante décadas.

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Los hechos están desmontando dramáticamente el mito de la maestría de Sánchez y su equipo en el manejo de los tiempos. Actuaron de forma insensata, al forzar la repetición de elecciones, y volvieron a hacerlo, al intentar tapar su fracaso con la cortina del precipitado "pacto del insomnio".

Al bloquear así todas sus demás opciones, el líder socialista ha quedado abocado por su propia torpeza a recorrer la senda terrible de la negociación con una Esquerra envalentonada y obligada a competir en radicalismo con el partido de Puigdemont. Alcanzar la meta de la investidura por este camino supondría precipitarse en un abismo insondable, siendo las únicas incógnitas la duración de la caída y la magnitud del descalabro.

Si viviera Tierno Galván, repetiría aquello de que "Dios no abandona nunca a un buen marxista". Pero como en el PSOE ya quedan aún menos marxistas que creyentes, habrá que buscar otra jaculatoria más profana. El caso es que inopinadamente, cuando Sánchez ya ha iniciado lo que podríamos definir como su descenso a los infiernos en caída libre, cuando las campanadas de la medianoche del día imaginado para su catastrófica investidura parecen a punto de sonar, ha surgido, entre los últimos matorrales del constitucionalismo, una mano blanca de apariencia frágil, tendida con resolución hacia él.

Es la de Inés Arrimadas que, como si tratara de purgar el grave pecado de omisión de auxilio cometido por Ciudadanos, con su anuencia personal, durante los últimos meses, está ofreciéndole, con su propuesta del pacto de los 221, no sólo un salvavidas personal sino una solución de emergencia para la crisis nacional. En su encuentro del pasado lunes, Sánchez exhibió una petulancia impropia de quien necesita tantos apoyos y un desdén digno de mejor causa hacia los diez escaños que sólo aportan ya los liberales. Pero lo endiablado de la situación puede desembocar en la paradoja de que estos diez escaños rindan un mejor servicio a la sociedad que los 57 dilapidados por Rivera.

No tengo ninguna duda de que si Sánchez rompiera con Esquerra, y por ende con Podemos, y llegara a un acuerdo con Arrimadas, el PP tendría que facilitar su investidura. Esta misma semana he escuchado a un gran personaje de la vida española, fiel votante del PP, advertir a algunos de sus principales dirigentes que no volverá a apoyarles si esa oportunidad se presenta y la dilapidan. El precedente de lo ocurrido con aquel Rivera nefelibata pesaría decisivamente sobre Casado.

Puede que, como ha dicho Celaá, no exista aún un "plan B". Pero lo que sí existe es una "opción B". Su materialización depende de que Sánchez comprenda que más le vale ponerse otra vez amarillo, por el cambio brusco de orientación, que ciento y una colorado por la vergüenza y la hemorragia imparable a la que lleva camino de someter a su partido y a su país.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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