Arrimando el hombro

Hay que dar la bienvenida a las buenas noticias de los últimos meses. Confirman sobre todo que nuestra economía sigue corrigiendo sus desequilibrios, el exterior y el de las cuentas públicas, lo que mejora la deteriorada reputación de la que disfrutamos frente a nuestros socios; en sí, no obstante, poco hará esa corrección, en el futuro próximo, para aliviar nuestro problema más grave, el del paro. Vale la pena insistir en algo que ya debe de ser evidente: el crecimiento de la demanda que podemos esperar no bastará para absorber en un plazo tolerable el stock de parados que han dejado tras de sí la burbuja inmobiliaria y la recesión que la siguió. Habrá que hacer esfuerzos extraordinarios no sólo para remediar el paro juvenil, sino también, y sobre todo, para que los más de tres millones de parados de entre 25 y 44 años (el 60% del total) puedan reincorporarse a un empleo antes de que sea tarde. No miremos hacia otro lado: si fracasamos en esta tarea, la situación social se hará, y con razón, insoportable.

Esos esfuerzos han de tener un doble objetivo: combinar formación y empleo y extender el ámbito del trabajo a tiempo parcial. El primero, porque los mayores de 25 años no pueden ser sólo estudiantes o aprendices, ya que su experiencia y formación previas los capacitan para desempeñar alguna tarea, y porque sus necesidades (sus responsabilidades familiares en muchos casos) no les permiten vivir sólo de un sueldo de aprendiz o de una beca. El segundo, ampliar el ámbito del trabajo a tiempo parcial, es necesario porque, a corto plazo por lo menos, no hay trabajo a jornada completa para todos.

Para que estos objetivos puedan alcanzarse hay que contar con la colaboración de trabajadores y sindicatos, pero esta no basta: es indispensable que los empresarios se impliquen activamente en el proceso. Las empresas son las únicas que pueden acabar de formar al trabajador completando las habilidades adquiridas en la escuela con los hábitos (puntualidad, regularidad, responsabilidad, trabajo en equipo) que han de poseer quienes trabajan en una organización.

Son las empresas, además, las que pueden pagar un sueldo a trabajadores en formación, y las que pueden convertir jornadas completas en contratos a tiempo parcial. Las administraciones pueden colaborar, pero sufren dos grandes limitaciones: la primera es que los empleos que pueden crear son, en general, de baja productividad y salarios bajos, muy necesarios hoy, porque cualquier cosa es mejor que no hacer nada, pero sin mucho porvenir; la segunda es que tienen pocos recursos. No hay que pensar ni por un momento que puedan sustituir a las empresas.

Estos argumentos son de peso; y, sin embargo, hay indicaciones de que la respuesta del sector empresarial a las propuestas de formación dual, el primero de los objetivos, ha sido todo menos entusiasta: fuentes bien informadas afirman que sólo empresas extranjeras, en particular alemanas y suizas, se han prestado a poner en práctica programas de esa clase. Seguro que hay excepciones nacionales, que merecen todos los elogios, pero lo malo es precisamente que sean excepciones. Sorprende, además, esa falta de una respuesta general, que ofrece un vivo contraste con la multitud de muestras de compasión y magnanimidad que nuestra sociedad viene dando desde el principio de la crisis, y que son en gran parte lo que mantiene por el momento la cohesión entre nosotros.

Quizá piense el empresario que la desgracia del paro es como la causada por unas inundaciones, que basta con que destine recursos a aliviar la situación de los afectados enviando alimentos, mantas o medicinas. No es así: la desgracia del paro afecta de modo directo a la empresa, porque tiene que ver con su función social. Lo que la sociedad pide al empresario, lo que a sus ojos justifica la existencia de la empresa, es que dé trabajo: que sea capaz de combinar los factores para crear algo que valga más que la suma de estos; que aplique ese talento, esa ars combinatoria como la llamaban los antiguos, en bien de todos. Los beneficios son la muestra del éxito, y el bien merecido premio del empresario, pero no su razón de ser. En sentido contrario, el paro es siempre, aunque sólo sea en parte, su fracaso. Se dirá, y con razón, que los cambios que exigen la formación dual y la puesta en marcha de programas de trabajo a tiempo parcial son un incordio porque interfieren con el funcionamiento normal de la empresa. Dos argumentos en contra: el primero es que ambas novedades formarán parte de la “nueva normalidad” que seguirá a la crisis, y que cuanto antes nos acostumbremos a ellos mejor. El segundo, que hay que comparar ese engorro con la suerte de quienes se encuentran sin trabajo: parece como si la mayoría de nosotros no nos hubiéramos dado cuenta de verdad de lo que ello significa. Que se trata de un esfuerzo es bien evidente; también lo es que, en estos momentos, cada cual ha de arrimar el hombro, cada uno en lo suyo.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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