Arrimar el hombro

Por alguna extraña razón, determinados militantes del PSOE hemos sido catalogados siempre desde los aledaños del partido e, incluso, desde algunos sectores del mismo. Yo he sido uno de ellos. Creador del socialismo de Puerto Hurraco, según la malvada acepción que algunos me otorgaron en una desgraciada interpretación de los crímenes cometidos en una localidad extremeña, allá por los años noventa. El calificativo no se sostiene, entre otras cosas, porque aquello fue una insoportable historia de crímenes y de perdedores; perdieron su vida nueve personas; perdieron su dignidad, su humanidad y su libertad los hermanos Izquierdo, y perdió el pueblo que vio correr la sangre y la locura en sus calles y en su conciencia colectiva.

Yo no he sido un perdedor en el socialismo español; he estado al frente de un proyecto político ganador durante 24 años, seis legislaturas, todo un récord que nadie, a niveles regionales o estatal, ha conseguido superar. Me fui cuando quise; nadie me echó; mi nivel de popularidad en el momento de marcharme era de un 7,2 sobre una escala de 10, valoración que ninguno de los que me calificaba despectivamente obtuvo en su vida. Quienes me situaban en el socialismo de Puerto Hurraco, me despreciaban, pero los ciudadanos me valoraban, votaban y respetaban.

Guerrista fue otra etiqueta con la que fuimos marcados algunos, según la calificación de quienes se empeñaron en imaginar a un grupo alrededor de una disciplina e inspirados en la figura y personalidad de Alfonso Guerra. El propio Guerra ha negado siempre que él repartiera carné de guerristas entre determinados militantes que coincidíamos en lo que coincidíamos y que discrepábamos cuando no estábamos de acuerdo. Quien tenga interés en saber si el guerrismo existió o no, y si ese supuesto grupo constituía una especie de corriente organizada, no tiene más que asomarse a las actas de las reuniones de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE y del Comité Federal de ese partido, para darse cuenta de que los denominados guerristas coincidíamos o no tanto con Felipe González como con Guerra, sin que de su lectura se pueda siquiera imaginar que allí, en esas reuniones, la disciplina grupal hiciera su aparición.

Por último, la Vieja Guardia es la casilla en la que se nos engloba ahora a los que tuvimos la suerte y el privilegio de participar en traer la democracia a España y en la etapa de Felipe González como presidente del Gobierno y secretario general del PSOE. Esa Vieja Guardia, supuestamente, está inspirada por Felipe González, y, en vista de que a mí se me sitúa en esa órbita, no deja de ser una contradicción, porque, si yo era guerrista, y Alfonso Guerra colabora con la actual dirección del PSOE, se puede concluir que el guerrismo también lo hace, lo que se da de bofetadas con la tesis de aquellos que sostienen que la Vieja Guardia está proscrita y enfrentada a José Luis Rodríguez Zapatero.

Dentro de eso que se denomina Vieja Guardia existen militantes socialistas que nunca han perdido unas elecciones, pese a haberse presentado a muchas de ellas; algunos, incluso, no están en la responsabilidad institucional que tenían antes, porque decidieron abandonar después de un periodo de ejercicio político. Quiere ello decir que no añoran nada ni son candidatos a nada y, por lo tanto, no son un peligro para nadie. Algunos, acostumbrados a ser conductores de un proyecto político, al abandonar el puesto de mando del autocar, dejaron el sitio a otros conductores y, en silencio, han ocupado la última fila de asientos del autobús con la sana intención de no molestar al nuevo dirigente, que es quien maneja el volante. Pero estar atrás, en silencio, y hablando sólo cuando te preguntan, no significa ni renuncia ni despreocupación por el presente y el futuro del proyecto político al que se le ha dedicado buena parte de la vida.

Y, ahora, la situación se presenta complicada para ese proyecto que, aun en las manos del mejor y experimentado político, circula por una carretera impracticable, máxime cuando, durante muchos kilómetros, el pasaje estaba acostumbrado a viajar en cómodas autopistas, con un sistema de seguridad cada vez más perfecto. Cualquier cosa que haga el conductor para esquivar baches, provocará irremediablemente la queja del respetable; unos se quejarán porque se va demasiado lento, otros porque se está extremando la seguridad a costa de esa velocidad añorada. Algunos piensan que el conductor anda despistado e improvisando, mientras que otros centran su atención en los baches y no en los esfuerzos para evitar que el autobús quede definitivamente atrapado en el socavón más inesperado. Haga lo que haga el conductor, alguien se sentirá perjudicado y, por eso, en estos momentos no se necesitan sólo buenos gestores, sino políticos experimentados con capacidad para asesorar al conductor y para explicar por qué ocurre lo que ocurre, cómo vamos a superarlo y de qué se necesita prescindir para obtener resultados positivos para todos.

Nadie duda, por ejemplo, de la capacidad intelectual y profesional de la actual ministra de Innovación y de la valentía que ha tenido para dar una vuelta de tuerca a los presupuestos destinados a I+D+i; buena parte del capítulo dedicado a investigación se queda en manos de las universidades españolas, mientras que sólo algo menos de un cuarto se dirige a la investigación de otras instituciones públicas o privadas.

La ministra ha decidido reorientar el gasto de investigación para que el desequilibrio entre universidad y sector privado no sea tan desigual; la razón es plausible siempre que se tenga el coraje y la autoridad política para explicarla. Esa razón radica en el hecho de que la investigación universitaria tiene un componente de básica que no puede seguir subvencionándose en tiempos de crisis y en pleno siglo XXI, por la sencilla razón de que lo que necesita nuestra sociedad son proyectos de investigación aplicada que añadan valor, riqueza y empleo a nuestra economía. Investigar en estos momentos no consiste en saber por qué ocurren algunos fenómenos cuyo conocimiento nos puede hacer más cultos, pero que si no se demuestran hoy, se podrán demostrar mañana sin que la sociedad pierda una gran oportunidad de innovar, porque innovar consiste en hacer hoy lo que se va a necesitar mañana.

Reducir dinero a investigación básica y aumentar la aplicada es una decisión acertada y necesaria, sobre todo, porque el dinero de estos Presupuestos Generales del Estado no procede de excedentes, sino de deuda; cuando el superávit adorna un presupuesto, parece entendible y disculpable que los gobernantes se permitan ciertas alegrías que reconfortan al que gobierna y al destinatario de la gracia. Pero cuando el dinero presupuestado procede de deuda, no queda más remedio que invertir en cosas que te generen dinero para poder pagar la deuda. Una de esas cosas, sin duda, es invertir en innovación, es decir, en gente que arriesgue y se proponga hacer cosas distintas que puedan ser convertidas en un proyecto empresarial. El investigador que se traslada con su proyecto de una universidad a otra, porque lo que investiga es intemporal y extraterritorial, o que incluso se lleva a la jubilación o a la tumba su proyecto de nunca acabar, puede quejarse porque le quitaron recursos, pero no puede alterar la determinación de un Gobierno que sabe lo que quiere, aunque no sepa explicarlo.

Ahora, cuando el proyecto y el líder pasan por dificultades, es el momento de decir que los de la última fila sabemos y queremos arrimar el hombro a cambio de nada.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura.