Arroz a la Lewinsky

No, no se me asusten. La única mancha de los cuatro trajes de Forever Young que Francisco Camps ha debido relegar al más profundo y oscuro rincón de sus armarios sigue teniendo que ver con el origen de las prendas y no con su uso. Pero el propio presidente valenciano le comentó a un amigo el pasado lunes, pocas horas después de conocer la decisión del juez instructor de colocarle a un paso del banquillo -y por lo tanto a un paso del abismo político-, que su situación se parecía mucho a la del presidente Clinton durante el proceso penal derivado de su relación con Monica Lewinsky. Y es verdad.

En primer lugar por la sensación de ridículo. Para alguien tan preocupado de su imagen y tan obsesionado por la dignidad de su cargo como Camps, el verse cocinado durante meses en la paellera de El Bigotes -«amiguito del alma»-, el sastre José Tomás y la contabilidad de una tienda de ropa de medio pelo debe ser algo tan desairado y deprimente como lo fue para el donjuanesco Bill aparecer ligado no a la Marilyn Monroe del momento -que a fin de cuentas habría reforzado sus ínfulas kennedianas- sino a una becaria insulsa y fondoncilla.

El propio debate sobre si pagó o no los trajes recuerda, por su irrelevancia intrínseca y su magnitud accidental, al de si el presidente y la Lewinsky mantuvieron o no relaciones sexuales en la Casa Blanca. Nunca de tan poco se hizo tanto. El estereotipo de Camps actuando como un aprovechategui que no lleva dinero encima porque no paga ni un café es tan tentador y accesible para la imaginación colectiva como el de Clinton comportándose como un ligón compulsivo que dispara contra todo lo que se mueve. Mirar a través del ojo de la cerradura de la habitación del Ritz a la que el sastre acude a tomar medidas es como si nos hubiéramos colocado ya detrás de una mampara del Despacho Oval cuando en la plaza de toros está a punto de comenzar la corrida. He ahí la mancha de semen, he ahí la contabilidad de Gürtel.

Son asuntos ritualmente restringidos al ámbito privado que de repente se aventan en la vía pública. Escenas de la vida cotidiana de los poderosos. La versión platino de Gran Hermano. Más desagradable debió de ser para Bill explicárselo todo a Hillary, pero Camps se encontró de repente con las tonterías que se dicen en familia ocupando la primera página de un periódico y los comentarios bien domésticos de su esposa -incluido lo de la «joyita» de la niña- en las páginas interiores. Exactamente a eso se le llama violación de la intimidad.

Pero, claro, a partir de ese indigno levantamiento del velo, ambos asuntos se fertilizaron a sí mismos, engendrando una segunda derivada que restó importancia a la primera. Aquí lo que está en cuestión no es tanto si el presidente número uno consumó o no consumó o si el presidente número dos apoquinó o no apoquinó -alegamos los puristas-, sino si los norteamericanos y los valencianos pueden confiar en la palabra pública de quien eligen para gobernarles. España merece -como dijo Rubalcaba- un Gobierno que no mienta; y Nixon se tuvo que marchar por mentiroso…

Igual que la mayoría creía que Clinton mentía cuando decía que no había practicado el sexo con la becaria, la mayoría cree que Camps miente cuando dice que pagó los trajes al contado con el dinero de la caja de la farmacia de su mujer. Incluso los altos dirigentes del PP que más le conceden el beneficio de la duda esbozan una curiosa teoría híbrida -basada en testimonios de su entorno-, según la cual habría pagado «una parte sí y una parte no». Por eso también le defienden con el mismo desconcertante dualismo, sosteniendo, por un lado, que no es cierto que aceptara los regalos y añadiendo, por el otro, que todos los políticos aceptan regalos de valor similar a ésos. ¿En qué quedamos?

Pero esta esquizofrenia no la ha inventado el PP. No voy a remitir a algunos de los babeantes perros de presa desatados contra Camps a cuando Ibarra y compañía alegaban que Barrionuevo y Vera habían sido ajenos al secuestro de Marey (añadiendo a continuación que el viajante vasco secuestrado estaba vivo porque el ministro y su segundo eran «buenas personas»). Y no lo voy a hacer porque aunque todas las mentiras sean en principio absolutamente malas, no todas causan al final el mismo mal en absoluto. Deseo que todos nuestros gobernantes sean siempre transparentes, pero puestos a aceptar su condición humana prefiero que me mientan sobre lo de los trajes -con o sin mancha de semen- que sobre el estado de la economía, la negociación con una banda terrorista o -no digamos- el encubrimiento de crímenes atroces.

Todos sabemos que en la vida existen la legítima defensa y el estado de necesidad. En el más idiota de los chistes, cuanto más desairada es la posición del marido cogido in fraganti, más comprensible suena su respuesta. «¿Y tú qué hiciste?» «Negarlo». Pues eso.

Tenemos, por lo tanto, que volver a la naturaleza original de los hechos. En primer lugar porque nadie acusa a Camps de perjurio u obstrucción de la Justicia como le pasaba a Clinton; y en segundo lugar porque una de las principales utilidades de las elecciones democráticas es someter a juicio político el crédito que, sumando verdades y mentiras, merece al final cada gobernante. Haya urnas, pedíamos cuando cantó Amedo. Resulta que en Valencia acaba de haber urnas y volverá a haberlas antes de dos años.

Si la naturaleza de la dádiva es lo que más ridiculiza a Camps, lo que más le compromete es la actividad del dadivoso. ¡Claro que tiene una enorme trascendencia que Álvaro Pérez formara parte de una trama de corruptores de altos cargos y claro que también la tiene que obtuviera jugosos contratos en la Comunidad Valenciana a la vez que ponía como un pincel al president! De ahí que haya sido tan pertinente interrogar a docenas de funcionarios sobre si recibieron instrucciones o al menos guiños por parte de Camps para favorecer a su coordinador de sastrería. De ahí que quepa argumentar que la instrucción judicial debería haber incluido otras diligencias similares. O incluso que pueda alegarse que la sombra de la sospecha de que había un do ut des acompañará a Camps durante el resto de su vida pública.

Pero la sanción penal no se construye con hipótesis sino con certezas. Y la función jurisdiccional no se ejerce en el vacío sino en la vida real. La Justicia debe ser ciega, pero los jueces están en este mundo. No es admisible que las únicas togas que se manchen con el polvo del camino sean las de quienes reciben el encargo de facilitar un diálogo infame con los terroristas. Ítem más: el automatismo en la aplicación literal de un precepto que a las primeras de cambio choca estridentemente con la realidad puede ser la mayor de las injusticias.

Si Camps manipuló algún concurso, modificó alguna norma como lo hizo Chaves a favor de la empresa de su hija o ayudó de algún otro modo a la trama de Correa y Pérez a obtener contratos a cambio de los trajes u otros regalos, aplíquesele el artículo 420 del Código Penal y castíguesele con entre uno y cuatro años de cárcel o al menos con entre seis y nueve de inhabilitación. Pero si no se descubre la menor traza de ello, evítesele la disyuntiva de presentar la dimisión o someter irresponsablemente a la institución que representa al esperpéntico desgaste de una vista oral con jurado popular, a cuenta de una espada de Damocles de 2.000 euros de multa.

El juicio de ponderación que tendrá que hacer la Sala de lo Penal del Tribunal Superior de Valencia no puede ignorar que, tal y como queda tipificado y castigado el cohecho impropio, en el caso de Camps la «pena de banquillo» dejaría de ser la accesoria y se convertiría en la principal, pues en la práctica llevaría aparejada su salida del cargo.

¿Sería justo que eso sucediera solamente por los trajes? Depende de dónde pongamos el listón de la exigencia ética. Pero no podemos olvidar que hemos visto cómo grupos financieros y empresariales con importantes intereses económicos en las respectivas comunidades han condonado créditos, patrocinado la construcción de instalaciones deportivas familiares, organizado viajes de placer o facilitado transacciones inmobiliarias, con el obvio propósito de favorecer personalmente a mandatarios autonómicos del PSOE y el PP de conciencia bastante más laxa que la de Camps. ¿No serían todas estas operaciones, siempre en condiciones fuera de mercado, mucho más clasificables como «dádivas» a los efectos del artículo 426 del Código Penal que unos trajes de baratillo facturados, por cierto, a precios de Savile Row?

Y a quien le parezca bien que ese delito no dependa ni de la cuantía ni de la naturaleza del regalo, lo único que debería chirriarle de la comparación de Rita Barberá es que no haya dejado claro que, puestos a aceptar cohechos impropios, mil veces antes las cristalizadas anchoas de Revilla que se deshacen en el paladar como el más sutil de los manjares que los trajes cutrelux de Forever Young.

No lo digo en broma. He de reconocer que cuando el presidente montañés me ha enviado alguna de sus ya legendarias latas circulares o esa otra delicatessen que es la cuidada edición de las Obras Completas de Manuel Llano, durante varios días he sentido la tentación de amnistiarle por las innumerables putadas que él y su gobierno hacen a la pujante edición cántabra de EL MUNDO. En cambio, cuando un banco o una constructora me ha mandado por Navidad algún anorak, cazadora u otra prenda de vestir, lo único que me ha creado es el problema de a quién endosársela ipso facto.

Sí, ya sé que la reincidencia es un baremo y que en el caso de El Bigotes y sus curitas valencianos se había creado un modus operandi -o si se quiere un modus vestimenti- ¿pero acaso las anchoas de Revilla no crean adicción? Que se lo pregunten al presidente del Gobierno o al Jefe del Estado, toda vez que ese debe de ser -digo yo- el único regalo, la única «dádiva» que habitualmente aceptan «en consideración a su función».

Que los tres jueces de la Sala de lo Penal no se llamen a engaño: ellos van a ser los únicos que juzguen al Molt Honorable President de la Generalitat. Lo de los «dos escalonets» es una filfa. Sólo cuenta el primer escalonet. El recurso es el juicio. Para eso existe el aforamiento y para eso existen los magistrados del Tribunal Superior. Ante el matadero mediático del jurado popular sólo comparecerá, eventualmente, un desdichado ex llamado Paco Camps. Nosotros seríamos los primeros en pedirle el sacrificio de la poltrona por el bien de la institución.

Donde el pueblo juzga a sus gobernantes es en las urnas, no en una sala de Justicia. En Estados Unidos inventaron el jurado para poder hacer buenas películas, pero -con o sin mancha de esperma- sólo el Senado es competente para enjuiciar y declarar inocente o culpable al presidente. Absolvió a Clinton y hubiera condenado a Nixon.

Seguro que en la Comunidad Valenciana es posible encontrar 12 hombres sin piedad, pero no 12 hombres, ni 10, ni ocho, ni seis a los que les resulte indiferente el presidente Camps. Menudo disparate: al aforado se le extrae del circuito del juez natural, pero se le entrega a la ruleta del jurado popular.

Si todo queda en simple escaramuza, el lance habrá servido para poner en evidencia las clamorosas goteras de esta recién remozada zona del Código Penal. Pero si los émulos de aquel fanático fiscal especial Kenneth Starr, pegados a los dobladillos de Camps como él lo estaba a la trayectoria del semen-up clintoniano, se cobran la cabeza de este honorable atolondrado, todas las reglas del juego del dadivoseo y el cohechamiento deberán cambiar en España. Los de Manos Limpias no darán abasto.

Los tres miembros de la Sala de lo Penal tienen la palabra. Ellos son la Justicia. Concurro con el columnista del Avui Vicent Sanchís en que los Estados Unidos son un gran país «porque una mamada pudo acabar con un presidente». Pero doblemente grande porque no fue así.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.