Arturo Pérez-Reverte

En los años cincuenta, la Guerra Fría desató un terror atómico reflejado incluso en las películas de ciencia ficción donde los marcianos, que solían ser verdosos y cabezones, colocaban pequeños transmisores en la nuca de los terrícolas para controlar sus mentes y abducirlos. Acordándome de aquello, por más que le doy vueltas a las pastas de la última novela que he leído, no encuentro el microchip que me ha abducido los pasados días. Porque «Línea de fuego», el nuevo libro de Arturo Pérez-Reverte, me ha raptado emocionalmente.

Me acuerdo cuando él, con chaleco y micro en mano, salía en los telediarios encima de blindados o apostado detrás de tapias para retransmitir sus crónicas de la guerra de los Balcanes. Su delgadez y mirada afilada le daban trazas de mosquetero, algo que me cuadraba porque ya había leído sus primeras novelas, «El húsar», «El maestro de esgrima» y «La tabla de Flandes», que suponían una manera diferente de acercarse a la Historia y que apostaban por un trepidante ritmo narrativo. El pasar de los años -como en un tango- y la saga de «Alatriste» le han dado un aspecto de general de los Tercios de Flandes o de arponero elegante, y su vida y su biblioteca lo han convertido no sólo en un eficaz contador de historias como él a veces se define, sino en uno de los escritores más inteligentes e interesantes en lengua española. Y sin duda en el de mejor olfato para saber cuándo publicar cada novela. Y es que ahora, en España -mi querida España cantaba Cecilia-, vuelven a sonar tambores de guerra, o tamtanes de la jungla.

Arturo Pérez-ReverteLa carta náutica de la Transición la ayudó a trazar el Rey y fue la Corona la que timoneó aquella vertiginosa singladura. La Transición cauterizó y cicatrizó las heridas de la Guerra Civil, de modo que los españoles que combatieron y padecieron el trienio 36/39 se reconciliaron de diversas maneras. Aquella grandeza de espíritu fue acordada y cumplida tanto por la derecha como por la izquierda. Ahora bien, la corta, intensa y magnífica etapa de la UCD en el Gobierno -casi una epopeya política- fue también la de la deserción de la cultura por parte del centro-derecha como forma de transformación de la sociedad, pues la procedencia institucional franquista de muchos cargos de aquel partido les hizo creer que venían estigmatizados por un pecado original. Esto hiperlegitimó a una izquierda que por pura ley física rellenó ese vacío del mundo cultural. Desde entonces, la izquierda ha mutado y los viejos socialistas con nervio estadista que ayudaron a hacer la Transición y gobernaron durante bastantes años representan el lejano eco de una socialdemocracia perdida, unas figuras ajenas a esta Progrelandia en la que campa desatada una extrema izquierda declarada o emboscada que pretende imponer por las bravas o por las malas su visión del mundo, su dogma populista.

La literatura nos hace vivir otras vidas, nos evade y distrae, nos educa intelectual y sentimentalmente -como el cine- y, en el caso de la narrativa histórica, nos hace viajar al pasado con un billete de vuelta al presente. Hay escritores que, para no perder lectores por la diestra o la siniestra jamás se significan en temas políticos y otros que, en uso de su libertad de opinión, no dudan en ejercerla. Ambas opciones son legítimas, aunque cuando una nación sufre graves problemas de convivencia, colapso económico y riesgo de demolición institucional, el silencio puede ser interpretado como síndrome de Estocolmo. Hay veces en la vida que los intelectuales deben dar su opinión, mojarse, clarificar los debates y contribuir al entendimiento colectivo bien a través de sus declaraciones o, sobre todo, de su obra, pues viven de teclear, de la palabra hecha tinta.

El académico Pérez-Reverte es uno de estos últimos. Su criterio propio y la no adscripción a banderías le han hecho labrarse una imagen de hombre lúcido e independiente. Pero, en el juicio sumarísimo al que lo han sometido algunos, lo han condenado por una de sus patentes de corso y una novela. El artículo del XL Semanal trataba sobre el Rey, y decía del monarca: «En mi opinión es el único dique que nos queda frente al disparate y el putiferio en que puede convertirse esto si nos descuidamos un poco más». Y la novela no es una más sobre la guerra civil, sino la gran novela sobre la guerra civil. Ambas cosas les escuecen a unos cuantos que graznan y gargajean en internet. Pues ajo y agua.

Su reciente libro «Línea de fuego», con un empuje homérico tipo la Ilíada, aborda la guerra civil española desde el factor humano. La acción se sitúa en la batalla del Ebro y reparte equitativamente heroísmo, sacrificio y ruindad en el bando nacional y republicano, pues son las razones personales de cada combatiente, hombre o mujer, las que recrea el escritor, sondeando la psicología de unos españoles que se emperraron en matarse, de unos comunistas recios en la lucha y de unos requetés de boina roja que avanzaban como amapolas entre trigales. Y esto resulta intolerable para los guardianes de la ortodoxia, los perpetradores de la mendaz y revanchista Ley de Memoria Democrática, que no es sino la cara B de la Formación del Espíritu Nacional impartida en las aulas del franquismo.

El cura y el barbero expurgaron la biblioteca de don Quijote y quemaron los libros de caballerías que habían provocado la locura del manchego. No me extrañaría que los nuevos censores, que no son quijotescos sino savonarolas con moño, intenten una hoguera de las vanidades social y mediática con el libro del cartagenero, pues no soportan la inteligencia hecha verbo y la hermosura escrita. Que se atraganten con su hiel y nos dejen a los demás la miel literaria de una novela que habla de soldados de 1938 como si fuesen combatientes en Troya, Zama o Waterloo.

Porque cada cual atesora su memoria, traza el mapa de su vida, escoge a sus amigos y elige en libertad libros de demoledora belleza.

Emilio Lara es historiador y escritor.

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